Columna publicada el domingo 26 de noviembre de 2023 por El País Chile.

El súbito arrepentimiento de algunos dirigentes del Socialismo Democrático respecto de su apoyo al “Apruebo” en el plebiscito de 2022 donde triunfó el “Rechazo” ha ido de la mano de una denuncia persistente, según la cual el nuevo proceso constitucional en curso padecería de “los mismos” defectos, vicios o problemas de la fallida Convención. Sin embargo, cualquiera sea el parámetro que elijamos para analizar uno y otro fenómeno, no hay argumentos que permitan respaldar dicha denuncia; no al menos formulada así, sin los matices y precisiones del caso.

La forma

Las diferencias más obvias residen en las formas, esto es, en las reglas del juego y el tono del debate que caracterizaron uno y otro proceso. Si las mayorías de la Convención se empeñaron por intentar rehacer o refundar con estridencia la estructura política, social y económica del país, a partir de la peor lectura posible de la llamada “hoja en blanco” (ausencia de una regla por defecto), este año los expertos y consejeros respetaron las 12 bases o bordes institucionales; bordes que fueron acordados de izquierda a derecha en el Congreso Nacional y que resultan coherentes con la trayectoria constitucional chilena, más allá de las innovaciones involucradas. 

Un contraste similar se evidencia si comparamos el respeto a las modalidades elementales del diálogo cívico, que ha predominado a lo largo del sobrio proceso en curso, versus su violación sistemática —mediante funas y otras performance que abundaron el año pasado. En este plano, la distancia es innegable.

El fondo

Una diferencia tanto o más significativa se evidencia al reparar en la hostilidad de la Convención respecto de las instituciones fundamentales de la democracia constitucional. No fue azaroso que aquel órgano finalizara sus sesiones de trabajo con un grupo de convencionales gritando, orgullosos, “el pueblo, unido, avanza sin partidos”.

Eso era el corolario natural de un proyecto que, entre otros problemas, buscaba eliminar el bicentenario Senado chileno; que otorgaba altas dosis de poder a una cámara baja que perpetuaba la fisonomía de la Convención; que ponía en riesgo la independencia del Poder Judicial y del Tribunal Calificador de Elecciones, que pasaba a depender del cuestionado Consejo de Justicia; y que dificultaba al extremo la futura reforma constitucional (todo lo “sustancial” exigía un cuórum de 2/3, o 4/7 más un plebiscito). Todo esto, además, bajo un gobierno identificado con el “Apruebo”, que implementaría su propuesta en caso de triunfar. Algo no muy lejano del poder omnímodo. 

Cabe recordar que fueron esa clase de defectos los que llevaron a diversas voces de todo el espectro político a prevenir sobre los peligros de una eventual captura del poder en caso de imponerse el “Apruebo”, dinámica propia de los nuevos autoritarismos del siglo XXI. Pues bien, nada semejante puede decirse de la propuesta que se plebiscitará en diciembre. 

En efecto, se podrá coincidir más o menos con los cambios al sistema político y las medidas anti-fragmentación contenidos en ella —muchos abogados y politólogos los consideramos un avance—, pero lo cierto es que, con independencia de ese debate, tales cambios respetan plenamente la separación de poderes y los otros pilares de una república democrática. El texto rechazado el 4 de septiembre de 2022 no gozaba de esa cualidad.

¿Un texto de un solo sector?

Desde luego, habría sido deseable contar con un consenso más amplio de cara al plebiscito que se avecina. Y, con independencia del resultado electoral, será materia de discusión dilucidar qué responsabilidad tienen aquí el Partido Republicano (¿no había que ceder y dialogar más desde un inicio?), las izquierdas (¿era razonable apostar por el todo o nada en las negociaciones?), y el Consejo en general (órgano 100% electo que exigió el oficialismo como condición del nuevo proceso, y que inevitablemente le imprimiría algún sello al anteproyecto de los expertos). 

No obstante, también en esta dimensión se requiere formular de manera rigurosa la comparación y la crítica. Después de todo, los datos disponibles revelan que la mitad (50,1%) de las votaciones del Consejo contó con sobre el 90% de apoyo de sus miembros, mientras que en la Convención apenas el 8,4% de los sufragios superó ese nivel de respaldo. El contraste es elocuente. 

Y si se añade —con razón— que las cifras no son concluyentes en esta clase de asuntos, y que por tanto se necesita un examen cualitativo, del mismo modo debe reconocerse que la nueva propuesta constitucional recoge no sólo agendas relevantes para las mayorías del Consejo, sino también una serie de banderas o demandas que históricamente han sido levantadas por la centroizquierda o grupos independientes.

Ellas van desde el fortalecimiento de la descentralización y la paridad de salida transitoria y flexible para las elecciones parlamentarias, hasta el reconocimiento constitucional de los pueblos originarios, los cuidados, el cambio climático y el respeto a los animales (entre varios otros temas). ¿Se podía decir algo análogo acerca de la Convención y sus mayorías?

La insistencia en afirmar que ahora se incurrió en “los mismos problemas” sólo ratifica el extravío más o menos profundo de un mundo político que aún no comprende la gravedad de lo ocurrido en la Convención, ni tampoco asume a cabalidad sus responsabilidades al respecto. Más allá de las legítimas críticas que admita la nueva propuesta constitucional, en el proceso actual no se cometieron “los mismos errores”. No es lo mismo.