Columna publicada el domingo 8 de octubre de 2023 por La Tercera.

El gobierno de Salvador Allende fue el primer gobierno sudamericano en establecer relaciones diplomáticas con China, en 1970. Con gran pompa se envió como embajador al abogado y poeta Armando Uribe. A cambio de reconocer la “integridad de China” (básicamente desconocer a Taiwán), China reconocería las ambiciones marítimas de Chile. El régimen del país asiático, ya en esa época, había comenzado un giro hacia el pragmatismo político y económico, luego de las desastrosas consecuencias tanto de el “gran salto adelante” (1958-1961) como de la “revolución cultural” (1966-1969). Las relaciones con la Unión Soviética, por su parte, se habían deteriorado hasta la enemistad. En julio de 1971 Zhou Enlai, primer ministro de China y copiloto de Mao Zedong, se reúne en secreto con Henry Kissinger,  consejero del Presidente de Estados Unidos, Richard Nixon. Zhou consideró a Kissinger un académico pelele, pero le gustó su idea de establecer una relación basada en intereses. En febrero de 1972 Nixon estuvo una semana en China en visita oficial.

Ese mismo año, el régimen socialista chileno comenzó a colapsar económicamente y luego de que la URSS le negara un rescate, el gobierno de la Unidad Popular intentó buscar apoyo en China. En enero de 1973 una delegación chilena liderada por Clodomiro Almeyda se reunió con el mismo Zhou Enlai. El diálogo entre ambos, desclasificado hace poco por el entonces canciller Fernando Reyes Matta, es brutal: Zhou encara a Almeyda por la velocidad irresponsable de las transformaciones, la irracionalidad de las medidas y la incapacidad de defender la revolución. Almeyda responde con floridas consignas las preguntas al hueso que va recibiendo (si Kissinger le pareció ingenuo a Zhou, qué habrá pensado de Almeyda). El régimen chino no muestra el menor interés por ayudar al chileno.

Ocurrido el golpe, en 1973, China no sólo no rompe relaciones con la dictadura, sino que reconoce de facto su legitimidad y se niega a recibir exiliados chilenos. En noviembre de 1973 ya estaba el nuevo embajador, Alberto Yoacham (hasta entontes cónsul en EEUU), instalado en Beijing. En 1975 Ricardo Claro ejerce ahí mismo como embajador especial, logrando evitar que China se sume a una condena de Naciones Unidas contra Chile por las violaciones a los derechos humanos. En 1976 muere Mao. En 1977 China, vía el Deutsche Bank, le concede un crédito (U$62 millones) al régimen chileno. Y afianzado en el poder Deng Xiaoping en 1978, la relación entre ambos países se vuelve cada vez más estrecha, al consolidarse Chile como un ejemplo de orden capitalista autoritario, que era justamente el camino que le interesaba tomar a Deng (su otro referente era el Singapur de Lee Kuan Yew, cuyas memorias deberían ser lectura obligatoria en nuestro avión presidencial). Milton Friedman, que había estado en Santiago en 1975, fue recibido con gran entusiasmo en China (y también en Singapur) en 1980. El resto es historia: la economía China ha crecido alrededor de un 10% cada año desde 1978, sacando a 740 millones de personas de la pobreza. Hoy, dependiendo del criterio, es la primera o la segunda economía mundial.

Cuando el Presidente Boric y la Ministra Vallejo lleguen a China (en parte a pasar el sombrero, dados los últimos sucesos del litio), les hará bien recordar que el duro pragmatismo sigue ahí, así como los paralelos en el desarrollo de los dos países. Y que el gran desafío político interno que enfrenta hoy Xi Jinping es justamente evitar que las clases medias chinas, occidentalizadas y con deseos de más prosperidad, pongan en jaque el orden institucional (por eso, en parte, el giro retórico nacionalista). Es decir, evitar una crisis del ingreso medio como la chilena, así como la emergencia de liderazgos como los de Boric y Vallejo, llenos de consignas inflamadas, pero livianos en soluciones realistas. Por otro lado, China –orgulloso de sus 30 (+10) años- sigue siendo el gran bastión del capitalismo autoritario, que es, a su vez, el fantasma que acecha a la nueva izquierda chilena si fracasa en darle un cauce pragmático al desarrollo del país. Esta doble espectralidad hará, sin duda, extraño el encuentro. Y es que mientras China exista, se podría decir, habrá pinochetistas.