Esta tribuna, publicada el domingo 20 de junio de 2021 por El Mercurio, se basa en algunos pasajes del reciente libro “Tensión constituyente: Estado, gobierno y derechos para el Chile postransición”.

La discusión de las últimas semanas sobre los límites de la Convención, gatillada por la “Vocería de los Pueblos”, debe ser puesta en una perspectiva más amplia. Parafraseando a la presidenta del Senado, Yasna Provoste, no es primera vez que se intentan desconocer los “bordes” del proceso (basta recordar las críticas al quorum de dos tercios). El fenómeno es curioso: si la propuesta de nueva Constitución no concita grandes acuerdos, su legitimidad hacia el futuro peligra, y los primeros en advertirlo debieran ser quienes anhelan un cambio constitucional exitoso. ¿Cómo explicar, entonces, la insistencia en ese tipo de declaraciones? La respuesta exige un breve rodeo.

¿18 de octubre o 15 de noviembre?

Un primer motivo remite a cierta confusión sobre el origen del itinerario constituyente: este no fue simplemente impuesto por “la fuerza” ni tampoco derivó de la “voluntad del pueblo”, sin más. En rigor, la brutal violencia que azotó al país desde el 18 de octubre no tenía norte conocido ni constructivo. Es evidente que el temor ante el (injustificable) vandalismo y la masividad de las manifestaciones influyeron en las decisiones de esos días, pero ni siquiera la dimensión pacífica de la protesta admitía una sola lectura: la “marcha más grande de Chile” fue tan masiva como inorgánica. No había voceros ni petitorios definidos y las reivindicaciones eran múltiples, desde las pensiones hasta el problema mapuche. La demanda constituyente estaba presente, pero junto a muchas otras.

¿De dónde surge, entonces, la ruta constitucional? Del sistema político. Guste o no, el Acuerdo de noviembre fue una apuesta transversal, desde la UDI hasta Gabriel Boric, para canalizar la crisis por la vía institucional. Ahí —y no solo en la movilización social— reside el antecedente próximo del proceso en curso. No se trata de aquel poder constituyente originario con el que algunos sueñan, sino que de un cambio constitucional en democracia que, como tal, supone un esfuerzo de mediación y articulación política. Como cualquier proceso democrático, este debe respetar los plazos, los quorum y las restantes exigencias de un Estado de Derecho.

Pero, dicho eso, debemos reparar en la decisión adoptada. A la hora de procesar la crisis, los partidos optaron por una alternativa singular. ¿Por qué abrir un proceso constituyente? Es crucial entender las razones por las que se optó por este camino y no otro (como, por ejemplo, adelantar las elecciones para Presidente de la República y el Congreso Nacional). Explorar esta interrogante ayuda a comprender tanto el origen como las limitaciones del sendero que estamos recorriendo.

La vía de los hechos

No es extraño jugar la carta constitucional para encauzar una crisis como la chilena. Cuando los reclamos son tantos y tan variados, es plausible volver a discutir las reglas básicas de la convivencia. Hoy, de hecho, esto nos ofrece una oportunidad para relegitimar nuestras principales instituciones. Con todo, debemos advertir que en esa jugada también influyeron motivos políticos internos. En síntesis, ellos fueron la incapacidad del oficialismo para dibujar una ruta alternativa y la abdicación de la centroizquierda respecto de su obra.

En efecto, este cuadro —casi sobra decirlo— se vio favorecido por la severa dificultad de la derecha para adoptar un sano reformismo institucional. Los vetos existieron e impidieron cualquier cauce gradual del debate sobre la Constitución (su desafío en adelante será plantear de modo constructivo y propositivo sus ideas: la transición se acabó). Pero tanto o más importante fue la permanente ambigüedad discursiva de la oposición. Ella culpó con frecuencia a terceros por decisiones que avaló o incluso promovió, y llegado el momento no tuvo inconvenientes para desconocer la institucionalidad con tal de renegar de su propia biografía.

El ejemplo más notorio fue la declaración opositora del 12 de noviembre de 2019, firmada desde la Democracia Cristiana hasta el PC. En ese día se observaron los peores episodios de violencia desde el 18 de octubre y Sebastián Piñera concluiría la jornada llamando desesperadamente al diálogo en cadena nacional. Sin embargo, el diálogo ya estaba condicionado. Según dicha declaración, la movilización había “corrido el cerco de lo posible”; “la única posibilidad de abrir un camino para salir de la crisis” pasaba por la nueva Constitución, y la protesta había “establecido, por la vía de los hechos, un ‘proceso constituyente’”. Si en 2005 el expresidente Lagos se jactaba de firmar su Constitución, en 2020 dominaba el arrepentimiento: la crisis era la oportunidad perfecta para un borrón y cuenta nueva.

En este fenómeno —en la abdicación de la centroizquierda— incidieron muchos elementos, pero quizá el principal fue la incapacidad de responder al cuestionamiento recibido desde las movilizaciones de 2011. Se trata de una mentalidad que también ha aflorado en el debate político español. La idea según la cual los pactos políticos o son puros y sin manchas o, sencillamente, son inaceptables. Si en los noventa se renegaba (con toda razón) de la estrategia de “todas las formas de lucha” que promovía el PC, ahora el extraño pecado es haber protagonizado un retorno pacífico a la democracia.

Cuando hoy la izquierda antidemocrática relativiza las reglas del juego, no hace más que llevar hasta sus últimas consecuencias ciertas lógicas que la propia centroizquierda validó en su minuto. Naturalmente, el éxito del proceso constituyente pasa en gran medida por abandonar ese tipo de actitudes. Un cambio constitucional en democracia requiere acuerdos entre los distintos sectores, y ello supone liderazgos sólidos, tan abiertos al diálogo como capaces de indicar con claridad el norte al que apuntan. Dirigentes que se tomen muy en serio la desafección ciudadana, pero también el debate razonado y el respeto a las reglas establecidas. De todo esto depende el futuro de nuestro país.