Columna publicada el lunes 11 de septiembre de 2023 por La Tercera PM.

Los políticos y los intelectuales tienden, por deformación y aspiración profesional, a exagerar el peso de la política y la ideología en la configuración de los procesos sociales. La visión de la historia así producida está llena de épica, personajes titánicos, momentos estelares y grandes continuidades. Lo que suele quedar en el tintero, lamentablemente, son los factores materiales que condicionan y empujan esos procesos. Digo condicionan, pues no los determinan por completo: hay épica, y también hay grandes personajes, momentos y continuidades.  Pero no ocurren en el vacío, sino en un escenario material concreto, inescapable. A Ícaro en un sentido lo mata la hybris, la desmesura de su deseo, pero muy concretamente lo mata el hecho de que la cera se derrite a cierta temperatura.

La ciencia económica y la demografía se dedican, en buena medida, a estudiar estos escenarios materiales. Lamentablemente, la politización y polarización excesiva de la academia chilena ha hecho difícil el desarrollo de la economía política como área de estudios y debates. Tampoco ayudan nuestras profundas carencias educacionales, que crean un hiato cognitivo entre la mayoría de los humanistas y científicos sociales –que no entienden matemáticas- y la mayoría de los economistas –que no leen historia, teoría política o sociología-.

La moralización excesiva del debate respecto al golpe de Estado de 1973, incluso 50 años después de ocurrido, refleja esta precariedad reflexiva. Es tan fuerte su empuje que hasta el Rector Carlos Peña se ve arrastrado, en la misma excelente entrevista donde exige mayor reflexividad a la clase política, a las beatitudes de exigir a la derecha un “nunca más” aéreo, voluntarista y finalmente vacío. Es decir, un golpeteo de pecho público y ritualista que –el Rector lo sabe- no enseña ni cambia nada. Es imposible arrepentirse de algo o intentar prevenir que ocurra de nuevo sin comprender ese algo. Sin explicación, aquello que se pretende condenar o purgar queda indeterminado. Luego, el Rector, que siempre ha sido un enemigo de la superstición, se deja llevar a tal punto frente al asunto de 1973 que termina cediendo a la lógica del ritualismo arcaico. Nos convoca a un “nunca más” tipo danza de la lluvia o sacrificio azteca. Y si el profesor Peña tropieza en este asunto, qué nos queda al resto.

¿Cómo podríamos, siguiendo el consejo de Agustín reproducido por Peña, recordar y evaluar los dolores y las furias del pasado sin revivirlas en el presente? La mejor manera es hacer a un lado, por un momento, todos los discursos políticos e ideológicos de la época, y concentrarnos en los factores materiales. Para realizar este ejercicio resulta de gran utilidad el marco teórico propuesto, en base a comparaciones empíricas, por Peter Turchin. Este marco es resumido por el autor en su último libro “End Times: Elites, Counter-Elites and the Path of Political Disintegration” (2023), donde Turchin propone que los factores claves para explicar el colapso institucional y político de una sociedad son dos: la enmiseración masiva (mediante un mecanismo de extracción de riquezas) y  la sobreproducción de élites. El modelo es bastante intuitivo, y Turchin lo explica imaginando el juego de la sillita musical, pero asumiendo que cada vez hay menos sillas y más jugadores: lo que ocurrirá es que la competencia por obtener un puesto se tornará progresivamente más violenta. La competencia de élites tenderá a la guerra, mientras que las masas excluidas y enojadas debido a la intensificación de su explotación estarán cada vez más disponibles para ser usadas como carne de cañón en ese conflicto.

La aplicación de este modelo para observar el proceso chileno de los años 60 y 70 resulta muy reveladora, revelando tres factores especialmente relevantes para entender la magnitud del desafío enfrentado por la democracia chilena de los años 60 y 70: la migración campo-ciudad, la crisis inflacionaria y la masificación universitaria. La magnitud y combinación de estos tres factores en la época, sin adherirles ningún dramatismo político ni ideológico, bastan para reventar cualquier orden social.

El artículo “Populismo y radicalismo político durante el gobierno de la Unidad Popular” del sociólogo Carlos Cousiño, aparecido el año 2001 en la revista Estudios Públicos, se concentra justamente en los factores sociodemográficos y económicos para explicar la crisis de 1973. Nos recuerda que Santiago, en 1950, contaba apenas con 655.000 habitantes, saltando hasta los casi tres millones en 1970. Una función clave de las reformas agrarias (así como de las políticas de control reproductivo en el contexto rural) implementadas hasta ese momento era tratar de detener esa migración masiva, lo que no funcionó. Una vez en la ciudad, no había forma de que los derechos sociales asegurados a la pequeña mesocracia urbana por el Estado de Compromiso del arreglo constitucional de 1925 pudieran ser extendidos a sus nuevos habitantes. El Estado chileno simplemente colapsó: ni los servicios más básicos podían ser ofrecidos a esta masa de nuevos pobres urbanos, que habitaban ahora tomas de terreno denominadas poblaciones “callampa” por aparecer de la noche a la mañana. Santiago se vuelve una ciudad repleta, llena de desempleados, especialmente jóvenes.

Se conforma, de este modo, una masa en situación de miseria. El primer factor clave en el modelo de Turchin. A esto, Cousiño le agrega un factor etario: en 1970 el 65,2% de los chilenos era menor de 30 años (en 2017 era el 46%). Amparándose en Samuel Huntington, Cousiño afirma que “el predominio amplio de la población joven en la pirámide poblacional tiene consecuencias de radicalización política cuando la economía no logra incorporar a los jóvenes en actividades laborales”. La incorporación de las masas de jóvenes de raigambre campesina desempleados a la economía urbana dependía críticamente de su capacitación, pero el acceso a la educación formal de los recién llegados a la ciudad era paupérrimo, aunque mejoró bastante entre 1960 y 1970: en 1952 sólo un 16,4% de la población entre 15 y 19 años asistía a la educación secundaria, alcanzando para 1970 un 31%.

Donde sí hubo masificación, tal como destaca Cousiño, es a nivel universitario: en 1950 había 11 mil estudiantes universitarios, en 1960 eran 25.000 y en 1970, 78.000. La moda intelectual de la época estaba marcada por el marxismo de manual y la revolución cubana, cuyo impacto se multiplicaba por el hecho de que la mayoría de los “profesores” improvisados para hacer frente a la marea de nuevos estudiantes eran apenas recién egresados. Esto convirtió el espacio universitario en un foco de radicalismo. Sin embargo, siguiendo a Turchin, también podemos considerar que no sólo el radicalismo ideológico influye en la radicalización estudiantil: un país anclado en distinciones sociales propias de un orden estamental y con una estructura productiva atrasada ofrecía escasos prospectos a la juventud profesional. El componente tecnológico y futurista del gobierno de Allende –encarnado por Fernando Flores y el proyecto Cybersyn- provino principalmente de esa juventud ambiciosa, que se veía limitada por las condiciones estructurales del país y pretendía transformarlas rápida y agudamente.

Turchin define el problema de la sobreproducción de élites como aquél escenario en que “la demanda por posiciones de poder por los aspirantes a la élite sobrepasa masivamente la oferta”. Esto es exactamente lo que produce la masificación universitaria en un país social y económicamente atrasado. Cousiño identifica el mismo fenómeno, usando como base a Huntington y sus afirmaciones respecto a los orígenes del radicalismo islámico. Los aspirantes frustrados convergen, de acuerdo a Turchin, en una “contraélite” radicalizada y dispuesta a utilizar a las masas miserables como carne de cañón para asaltar el poder. Esto explicaría que la izquierda joven de la época se pusiera a la izquierda del proyecto mismo de la Unidad Popular, siendo un factor clave en su zozobra política: la vía democrática les parecía demasiado lenta, considerando la vía revolucionaria con mano de obra popular como un camino mejor, más seguro y conducido por ellos mismos.

Finalmente, queda pendiente la pregunta por los mecanismos de explotación o de extracción de riqueza identificados por Turchin como un factor clave para producir la enmiseración popular. Aquí Cousiño parece ver algo que Turchin no: que la inflación políticamente inducida opera como uno de esos mecanismos. Es sabido que la impresora de billetes fuera de control durante la Unidad Popular generó las condiciones para una crisis de hiperinflación en 1973 (ver al respecto el capítulo de Caputo y Saravia, así como el comentario de Sebastián Edwards, en “A Monetary and Fiscal History of Latin America 1960-2017”, 2021). Muchas personas creen que aquello que convirtió la sensación de prosperidad del primer año del gobierno de Allende en una amarga y humillante escasez fue la intervención norteamericana o algo por el estilo. Sin embargo, ningún factor externo es necesario para explicar el desastre experimentado: la mezcla de populismo fiscal, fijación de precios e intervención de fábricas basta para generar hiperinflación, mercados negros y escasez aguda.

Los efectos sociales y políticos de las crisis hiperinflacionarias no están bien estudiados, y el mecanismo inflacionario no aparece claramente como una forma de extracción de riqueza de las masas populares. Sin embargo, J.M. Keynes ya reconocía la inflación políticamente inducida como una forma de bajar los salarios –además de estimular el gasto- sin necesidad de entrar en conflicto con los sindicatos. Y lo cierto es que al devaluar el valor del dinero, será la clase asalariada –que no posee otros activos- la que sufrirá la peor parte. Respecto a los efectos psicosociales de la inflación aguda, el libro “When Money Dies” (1975) de Adam Fergusson, que analiza la crisis hiperinflacionria de Weimar, permanece accesible e imbatible. Ahí Fergusson afirma que el tejido social es destruido por la inflación, la gente se vuelve egoísta y paranoica, y se preocupa nada más que de sí misma y sus cercanos. La solidaridad social se reduce hasta casi desaparecer, y la furia, la rabia descontrolada, así como el deseo de violencia sacrificial, aumenta exponencialmente. Nunca nadie en Chile ha vinculado la crisis inflacionaria y sus humillaciones a la creación de condiciones favorables a la violencia desatada por la dictadura, pero debería estudiarse tal vínculo. En todo caso, basta con afirmar aquí que la inflación descontrolada inducida políticamente es un mecanismo de enmiseración importante, y que puede volverse contra los gobiernos populistas que la emplean. Esto explicaría, quizás, el importante apoyo al golpe de Estado y a la dictadura posterior, que todavía en 1988 alcanzaba a alrededor del 40% de la población (siendo que la derecha política histórica apenas llegaba al tercio). A la inflación se debe sumar el factor de la delincuencia descontrolada, que también aumenta de manera importante en el periodo.

Creo que los factores aquí expuestos son simples, pero explican mucho, y permiten no darle una relevancia exagerada a los discursos políticos e ideológicos de la época. Chile en 1970 es un país frustrado por no poder modernizarse, donde la migración campo-ciudad hizo que el Estado entrara en crisis, y donde se desató un conflicto brutal entre facciones de la élite, todas ciegas al daño que podían terminar produciendo en la mayoría de la población. La hiperinflación inducida políticamente por el gobierno de la Unidad Popular y la crisis de seguridad en las cosas y en las personas registrada en el mismo periodo llevó a que el propio gobierno terminara siendo identificado con la enmiseración popular. Y esa identificación parece ser un factor clave en la posterior legitimidad lograda por el golpe militar y la dictadura, con su proyecto radical de modernización capitalista.

Son varias las lecciones que podemos aprender de este proceso, así como los paralelos que, con precaución, se pueden establecer, por ejemplo, entre la migración interna fuera de control y la migración internacional fuera de control como factor de disrupción política. O los efectos de la sobreoferta universitaria en aquella época y ahora. Al mismo tiempo, el espejo sociodemográfico de los 60 y 70 nos permite ver lo lejos que estamos realmente de ese mundo que tantos políticos e intelectuales reclaman como radicalmente presente. Y eso nos devuelve al Chile actual y sus desafíos sin traer con nosotros ni dolores ni furias. Sólo advertencias, y la experiencia necesaria para saber dónde y cómo los países comienzan a derrumbarse. A ver si logramos prevenir, sabiendo dónde aparecen las grietas estructurales, y apuntalar antes que sea demasiado tarde otra vez, que es la única traducción útil y racional del “nunca más”.