Columna publicada el martes 20 de junio de 2023 en El País.

Muchos de los problemas del Gobierno chileno actual tienen que ver con la actitud que manifestó el ministro Giorgio Jackson en su famosa declaración sobre la distancia moral con las generaciones que los precedieron. “Nuestra escala de valores y principios en torno a la política no solo dista del Gobierno anterior, sino que creo que frente a una generación que nos antecedió”, dijo el titular de la cartera de Desarrollo Social.

Pronunciada en un streaming de Twitch, el otrora poderoso ministro figuraba orondo con su gorro flúor y un póster-calendario que lo mostraba desplegado en la fallida campaña de producción de gas estatal Gas para Chile. A pesar de que se arrepintió rápido en público y se disculpó por el paso en falso, Jackson dio en el clavo. La coalición gobernante, sobre todo el Frente Amplio, subió el listón de la pureza hasta un estándar que nadie, ni siquiera ellos mismos, logra satisfacer. Su discurso, forjado desde la comodidad de la oposición, donde no se debe responder por las consecuencias de los propios actos, exigió muchísimo a los demás desde una supuesta pureza generacional. Sin embargo, al ocupar el Gobierno, nada de eso se pudo sostener. Las palabras se las lleva el viento.

No son pocas las polémicas recientes en esta línea. La última semana vimos la renuncia del Seremi de Vivienda de la región de Antofagasta luego de que se descubriera una serie de convenios suscritos entre dicha instancia y la Fundación Democracia Viva por 426 millones de pesos (unos 530.000 dólares), institución cuyo representante legal es Daniel Andrade (de Revolución Democrática, RD, partido clave del Frente Amplio), pareja de la diputada Catalina Pérez (también RD). El caso se ve reñido con los mínimos estándares éticos, por decir lo menos.

En el ámbito de la educación –bandera de lucha de la novel generación gobernante– los pobres resultados del Simce, prueba gubernamental que mide el avance de la enseñanza en varios niveles educativos, reflotaron varias discusiones. Una de ellas fue la imposibilidad política de reabrir las escuelas durante la pandemia, que le costó el escarnio público y una acusación constitucional al entonces ministro de Educación del presidente Sebastián Piñera, Raúl Figueroa. Mono porfiado fue lo más suave que le dijeron. Hoy, con los resultados a la vista, parece que merece una disculpa. No ha sido el caso. Insignes voceros de Apruebo Dignidad –la coalición original de Boric– siguen defendiendo la pertinencia del juicio político.

La lista podría seguir largamente. Cómo olvidar la esperanza que tenía Izkia Siches, a la sazón ministra de Interior, de cerrar en menos de una semana el histórico conflicto mapuche, así como la negativa a priori del Gobierno al uso de estados de excepción en la zona. Hace pocos días, los subsecretarios sectoriales de salud tuvieron que agachar el moño [resignarse] y reconocer que sus críticas al Gobierno de Piñera por el manejo de la pandemia de la covid-19 habían sido injustas y destempladas.

La lección que se manifiesta en todo esto es simple: quienes ejercen el papel de oposición jamás deben olvidar la infinita complejidad de los asuntos humanos, ni que la soberbia y la mezquindad sirven para hacer caer al otro, pero no para construir nada que se sostenga en el tiempo. El sociólogo francés Raymond Aron resumía el espíritu que debiera impregnar el enfrentamiento inherente a la política. El dirigente “se esfuerza por no olvidar los argumentos del adversario, ni la incertidumbre del porvenir, ni los errores de sus amigos, ni la fraternidad secreta de los combatientes”. Aunque hablaba respecto del papel de los intelectuales, su advertencia aplica para quienes fueron opositores ayer y quienes lo hacen hoy. Dicho de otra forma y con menos elegancia, ojo por ojo y el mundo acabará ciego.