Columna publicada el martes 14 de marzo por La Tercera

La tiranía de Daniel Ortega expulsó a cerca de 300 personas de Nicaragua a comienzos de este año. A todas les quitó la nacionalidad y les embargó los bienes que tuvieran en el país. Entre ellas se cuentan un obispo católico (Rolando Álvarez, que se negó a dejar el país), un premio Cervantes (Sergio Ramírez) y la famosa poetisa y novelista Gioconda Belli. Algunos de los desterrados ya vivían en el exilio, pero la mayoría tendrá que comenzar una vida afuera. Estados Unidos recibió al grueso de ellos, y España le ofreció a todos la ciudadanía. Sin embargo, un pequeño número optó por aceptar la oferta del gobierno chileno y recibir esa nacionalidad. Entre ellos se encuentra Gioconda Belli.

Curiosamente, en nuestro país casi no hubo reacciones a este suceso. Lo cierto es que poca gente sigue la política internacional. Los únicos incómodos con la situación fueron los comunistas chilenos, que expelieron una declaración para la risa, donde lamentan las expulsiones, pero culpan a Estados Unidos de la situación en Nicaragua y exigen respeto por el régimen de Ortega, al que asumen expresión de la voluntad popular. En otras palabras, lo mismo de siempre: si la bota militar es de izquierda, el PC chileno la defiende. Y luego destacan su propia “vocación democrática”.

En el caso de Ortega, acusado de abuso sexual y violación por su hijastra Zoilamérica Narváez Murillo en 1998, la inmundicia resultará difícil de tragar incluso para el más inmoral. El régimen nicaragüense es una cleptocracia que, desde el año 2018 -cuando asesinaron a 300 personas en una protesta de la oposición-, se sostiene casi sin disimulo en la fuerza bruta y la barbarie. La pareja Ortega-Murillo ha básicamente restaurado todas las características más infames de la dictadura hereditaria de los Somoza, derrocada por los Sandinistas -liderados, entre otros, por Ortega y varios de los ahora expatriados- en 1979. Tal como los Castro, de acuerdo al Comandante de la revolución cubana Huber Matos, traicionaron la revolución para suceder a Batista, Ortega se convirtió en la peor cara de aquello que alguna vez combatió. Quienes quieran profundizar en lo ocurrido pueden leer “¡Yo soy la mujer del comandante!” (2023), de Carlos Salinas Maldonado, “Adiós muchachos: una memoria de la revolución Sandinista” (1999), de Sergio Ramírez o “El preso 198: un perfil de Daniel Ortega” (2018), de Fabián Medina Sánchez.

Pero también se pueden leer las memorias de nuestra nueva compatriota, Gioconda Belli, aparecidas el año 2001 bajo el título “El país bajo mi piel: memorias de amor y de guerra”. Yo me hice de ellas para tratar de entender por qué Belli se sentía cercana a Chile, y luego de leerlas decidí escribir esta columna a modo de bienvenida, aunque sea una de esas bienvenidas plagadas de preguntas incómodas.

“El país bajo mi piel” es una memoria política y también una especie de autobiografía amorosa y familiar. El cruce de ambas dimensiones funciona muy bien en algunos pasajes: lo vivido logra ser situado en un cuerpo, y específicamente en un cuerpo de mujer. En vez de ocurrir los hechos históricos en el aire, aparecen atados a la piel. Sin embargo, hay un largo trecho del libro, especialmente al comienzo, en que la protagonista parece una versión guerrillera de Madame Bovary: una dueña de casa burguesa cansada del tedio doméstico que sueña con emociones y romances intensos, y que en esa búsqueda engaña y deja de lado a personas honestas que no le han hecho daño alguno. Por mucho que la autora busca reivindicar en nombre del feminismo la infidelidad a sus dos primeros maridos, no logra ofrecer ninguna razón fundada, más allá de su atracción por los revolucionarios de fusil al hombro y una idea de la liberación femenina que, en vez de combatir el machismo de la época, lo imita en sus vicios. En efecto, el relato de la vida sentimental de Belli se parece al de todos los líderes revolucionarios machistas, partiendo por el Che Guevara, y resultaría hipócrita fruncirle el ceño a ella y no a ellos. Pero, evaluado quizás algo anacrónicamente, no es claro que lo reivindicado en ese empate sea valioso. Al menos hoy no lo parece.

El lado más luminoso de esta historia situada, en mi opinión, se logra en relación a la geografía de Nicaragua. Específicamente la de su sector vinculado al Océano Pacífico. Ese mundo de mar, montañas y lagos, afectado cada cierto tiempo por terribles terremotos, sin duda tiene algo que ver con Chile. Y, en las memorias de Belli, el amor al lugar, al espacio habitado, se funde constantemente con el amor por los habitantes, dejándolos a veces casi en segundo plano. En el libro aprendemos más de los colores, sabores y olores de ese país que de su gente. Aunque lo que se dice de ella, especialmente respecto a su actitud algo irónica y descreída, calza bastante bien con lo que podría afirmarse sobre los chilenos.

Muy interesantes también resultan sus experiencias como una mujer joven y atractiva con cargos de alta responsabilidad en el gobierno Sandinista, en medio de líderes revolucionarios. La historia de acoso sexual en manos del General Omar Torrijos, popular líder panameño y gran amigo de Graham Greene, es demencial y absurda. La aproximación de Fidel Castro, en cambio, resulta mucho más oscura, aunque menos agresiva (imposible no recordar esa extraña escena del anciano dictador decorando sus flancos con Karol Cariola y Camila Vallejo, una década atrás). Este elemento de la personalidad de Castro, por cierto, se extiende a lo largo del libro. Y otra cosa en común con Chile son las ganas del dictador cubano de entrometerse y dirigir la revolución en país ajeno: algo que incomodó a Allende, pero no a los hermanos Ortega, que fueron los títeres favoritos de La Habana. Por último, luego de esas dos experiencias, el lector siente alivio cuando Belli cuenta sobre el viaje a Trípoli en que la delegación nicaragüense no logra, finalmente, reunirse con Gadafi.

En cuanto al balance político de la experiencia Sandinista, la verdad es que yo esperaba más. Belli no es de dar golpes en la cara, sino mucho más sutil, pero incluso leyéndola bajo esa lupa el texto resulta en exceso poco conclusivo. Queda clara la brutalidad de la intervención estadounidense en el proceso nicaragüense, pero los vicios del proceso no son examinados con suficiente detención. Belli dice, razonablemente, que fue un error tratar de saltarle al cuello a Estados Unidos y jugar al macho con Reagan. Pero no es claro cuál habría sido la alternativa razonable. También reivindica la inviolabilidad de las libertades individuales, al tiempo que plantea que las utopías colectivas son la experiencia más valiosa que existe. Por último, su ataque a la figura de los hermanos Ortega, y de Daniel en particular, se basa en la ausencia de escrúpulos de estos personajes para los que “el fin justifica los medios”, pero la autora no deriva de ello una crítica general del ideal revolucionario.

En suma, veinte años después, y a la luz de la barbarie orteguista, quizás un apéndice de reflexión política a las primeras memorias de Belli constituiría un muy valioso legado. Me habría gustado leer más respecto a una política de izquierda que reconozca y ponga por delante las libertades individuales, y para la cual el fin no justifique los medios. También sería interesante leer sobre cómo una política de pactos y acuerdos habría sido quizás mejor que una confrontación abierta con el imperio estadounidense. Reflexiones a ese nivel creo que serían muy útiles para la izquierda latinoamericana, y para la chilena en particular, en el actual momento histórico.

Y es que, en lo que Chile se divorcia de Nicaragua, es en el hecho de haber logrado una salida pactada a la dictadura de Pinochet, y luego décadas de bonanza basadas en una política de economía abierta y masificación del consumo, muy en línea con el modo de vida estadounidense. Belli, que vivía parte del año en California y parte del año en Managua, hasta la reciente expulsión, podría darse una vuelta por su nueva patria para reflexionar sobre esa divergencia, así como para fijar un tercer punto de referencia en su amado borde Pacífico.

Como sea, muy bienvenida es a nuestras costas, que siempre han buscado ejercer de asilo contra la opresión.