Columna publicada el martes 4 de abril en La Tercera.

¿Es posible una comunicación pública no manipulativa o estratégica entre adversarios políticos? En Chile esta pregunta suena ingenua, pues nuestra deliberación pública, si puede llamarse así, es altamente autoritaria y litigiosa. En vez de ir a los argumentos, con frecuencia vamos a la persona de manera innecesaria, y si vamos al plano de las ideas lo hacemos echando mano a trucos de tinterillo para descartar de plano cualquier atisbo de racionalidad en la afirmación examinada. Todo esto en el extraño caso en que llega a haber un debate, pues lo común es ignorar con gesto de desprecio aquello con lo que no se concuerda, y esperar que el olvido y el silencio lo aniquilen.

El problema es que este estado del debate público, diagnosticado ya por Vicente Huidobro en su “Balance patriótico” de 1925, es poco compatible con la democracia en dos niveles: primero, porque forma y refuerza caracteres autoritarios e intolerantes al disenso. Nuestros intelectuales, que se arrogan encarnar valores democráticos, suelen desplegarse en el espacio público como pequeños tiranuelos, ordenando fusilamientos a diestra y siniestra. Este tipo de carácter es el propio de las monarquías o las dictaduras, donde el régimen se sostiene en una jerarquía de hombres fuertes. Una de las razones por las que “El Federalista”, escrito por Madison, Hamilton y Jay, usa un lenguaje cortés para debatir posiciones se explica en que sus autores consideraban que el maltrato y la bravata justificaban, en alguna medida, el régimen monárquico, al reforzar la lógica de sumisión jerárquica, mientras que la educación y la cortesía entre iguales ponía en práctica la lógica de un gobierno popular.

En segundo lugar, la degradación del debate público hace improbable la acción comunicativa, que según Jürgen Habermas constituye el ideal de comunicación democrática. Un espacio público agresivo y denigrante expulsa a quienes no tienen los medios y el entrenamiento para ejercer la agresión, degradando la posibilidad de buscar consensos en los que todos se vean, de alguna forma, representados y tenidos en cuenta.

Con esto en mente, en este espacio pretendo responder a tres columnas que me llamaron la atención por sus argumentos, a los que quisiera replicar en un ánimo reflexivo, pensando que es posible mejorar, gracias a la crítica, nuestra comprensión tanto del fenómeno tratado como del contenido de las razones en juego.

Juan Pablo Luna, “Alucinando con el oasis perdido”.

El autor reconoce que su artículo tiene fines catárticos: busca expresar un sentimiento de desasosiego posterior a la derrota de la opción “apruebo” en el plebiscito constitucional. Luna aclara que nunca fue “octubrista”, sino que votó apruebo “con la nariz apretada”, haciendo un cálculo no muy conclusivo de ventajas y desventajas. Esto vuelve interesante su discurso, pues es el de una persona de izquierda que reflexivamente intenta evitar sumarse a las dinámicas de barra brava que se agudizaron en la medida en que se acercaba la fecha del plebiscito.

En su texto, Luna se declara abrumado por la “obsesión con la normalización” post plebiscito y con la reiterada demanda de la oposición de que el gobierno pida disculpas por sus posiciones pasadas (lo que le parece humillante). El autor ve que las condiciones de normalidad son precarias y que el gobierno ha hecho esfuerzos enormes por ajustarse a la realidad, buscando alcanzar gobernabilidad en condiciones de debilidad política. Ve en la élite (que Luna tiende a identificar con la derecha) un voluntarismo normalizador autocomplaciente que no calza con la realidad social que se encuentra detrás de la crisis de octubre de 2019, cuyos problemas parecen seguir siendo ignorados. En suma, Luna se siente abrumado con el triunfo de la reacción luego del derrumbe de un caótico proceso de revolución que prometía cambiarlo todo, pero terminó dándole nuevos bríos a lo que había.

Luego señala que el verdadero problema de Chile es “la imposibilidad de institucionalizar en el tiempo procesos moderados de cambio y transformación social que logren al mismo tiempo incorporar y vertebrar políticamente a los sectores populares, sin necesariamente destruir completamente a los poderosos de siempre”. Es decir, nuestro problema sería vivir atrapados en dinámicas de represión, estallido y represión, sin buscar medios para evitar la radicalidad tanto de las crisis como de las restauraciones. Luna veía esa posibilidad, nos dice, en la Convención Constituyente, pues incorporaba a personas que parecían representar a aquellos para los que las instituciones nunca habían funcionado. Lo que es necesario, dice Luna, es “incorporar a los de abajo” como políticamente iguales.

El espacio de lo popular (que el autor mezcla con la clase media) no sería el “centro”. El abajo sería una mezcla de desconfianza y atomización, sin articulación política. La distancia con “los de arriba” crecería en la medida en que se radicalizan las disputas banales entre ellos, al tiempo que ofrecen cada vez menos soluciones a “los de abajo”. Esto refuerza el desborde institucional, por diversos medios: protesta violenta, pero también delincuencia. Los que decían representar a “los de abajo” en el contexto de la convención se farrearon la oportunidad de comenzar a articular ese “abajo”. Y el nuevo proceso constitucional nace sin legitimidad social, como “desincorporación y disciplinamiento” de los “de abajo”. Luego, tendrá que tratar de legitimarse en la práctica, lo que el autor ve muy difícil, especialmente si la élite sigue “en el desierto, pero alucinando con el oasis perdido”.

Estando de acuerdo, en líneas generales, con mucho de lo que afirma Luna, me gustaría apuntar a ciertos problemas que identifico en su artículo. En primer lugar, creo que al identificar a la élite sin más con la derecha, pierde capacidad de análisis respecto a las dinámicas de lucha facciosa elitista, que son las responsables, en buena medida, de imposibilitar el avance hacia un nuevo pacto de clases que integre de mejor manera a los sectores medios y populares. El propio grupo social al cual pertenece Luna –la élite de izquierda- desaparece del mapa, dejando nada más que a la derecha y a “los de abajo”, lo que distorsiona los hechos, pues el conflicto entre “los de arriba” y “los de abajo” ha sido, desde 2019, incluso menos intenso que la batalla entre las distintas facciones de “los de arriba”. ¿Quiénes eran los que decían representar a los de abajo en la Convención, pero se farreraron la oportunidad? ¿Se refiere sólo a la tía Pikachu, al dinosaurio y al votante de la ducha? Ese sería un análisis muy mezquino, considerando que la propuesta constitucional encarnaba, en buena medida, todas las agendas de las élites de izquierda, y fue así apoyada no sólo por Luna, sino por todo su sector social y político.

 

Si se introduce la lucha de élites al análisis, entonces lo que aparece es un bloqueo de un nuevo pacto de clases no sólo por la frivolidad de las élites de derecha, sino también por las de izquierda. Y ahí la propia posición de Luna se revelaría como autocomplaciente, pues omite toda responsabilidad de su sector en los radicalismos y excesos del proceso que inicia con el estallido y culmina el 4 de septiembre. ¿Por qué votó “con la nariz tapada” a favor de la propuesta constitucional, sabiendo que ya se habían farreado la instancia? ¿Por qué le enoja que se señale la evidente contradicción entre las posturas actuales del Presidente Boric y su equipo de gobierno y aquellas que defendían con ahínco hace poco tiempo? ¿No es razonable exigir explicaciones frente a un giro tan radical? ¿No es bueno para la propia nueva izquierda intentar generar esas explicaciones, para así modificar hacia futuro sus postulados ideológicos?

Por lo demás, hay un problema evidente en que Luna identifique a la derecha/élite con la opinión de Andrés Benítez en un programa de radio. ¿Por qué no detenerse un minuto en actores como Javier Macaya y el resto de la centroderecha que prometieron continuar el proceso constitucional si es que ganaba el Rechazo, y cumplieron? ¿Por qué todo el mundo intelectual y político de ese sector que ha mantenido básicamente la misma tesis que Luna –que los problemas de fondo siguen y se requiere trabajar sobre ellos- es dejado en las sombras?

Finalmente, si es la lucha facciosa de élites la que está trabando un nuevo pacto de clases, entonces el nuevo proceso constitucional, bajo el control de las élites políticas, quizás sea un buen terreno para acordar una tregua entre esas facciones y despejar la cancha para lo segundo. Es decir, no sería pura “desincorporación y disciplinamiento”, sino un arreglo previo que permite abrir la puerta a una nueva etapa política e institucional, justamente sin caer en la dinámica de represión-estallido-represión.

Pablo Soto Delgado, “Estado social y subsidiariedad”.

Este artículo defiende que Estado social y subsidiariedad son principios de organización institucional incompatibles entre sí. Soto define el principio de organización subsidiaria del Estado como uno donde el Estado interviene “por excepción, con una doble restricción: cuando los particulares no están en condiciones de llevar a cabo una determinada función social, y sólo si la institucionalidad pública ha intentado corregir la falla o incapacidad de los individuos que pudieron realizar la actividad”. Agrega que este diseño “configura la libertad de empresa como un derecho que debe expandirse tanto como sea posible… pues allí donde puede operar el mercado, debe excluirse el Estado”.  El Estado social, en cambio, asumiría que “cuando se trata de las condiciones vitales de existencia de las personas no es posible generar un resultado virtuoso a partir de la mera espontaneidad de la oferta y la demanda”. De este modo, el aspecto “social” de la condición humana sería satisfecho por la intervención estatal. El Estado social sería, además, democrático, pues además de excluir la “prioridad expansiva de la libertad de empresa en lo social”, habilitaría, al mismo tiempo, “a la comunidad democrática para que sea la ley aquella que configure el régimen más apropiado en un determinado sector”.

Lo primero que me llama la atención del artículo de Soto es su definición del principio de subsidiariedad, al que vincula indisolublemente con las doctrinas del laissez faire y la expansión prioritaria de los mercados capitalistas. ¿De dónde viene? Claramente no es la definición de la Doctrina Social de la Iglesia, que se centra en la protección de las familias y las comunidades intermedias, ni tampoco calza con la literatura académica relativa al concepto, tal como la que uno podría consultar en libros como “El Estado Subsidiario” de Chantal Delsol o “Global Perspectives on Subsidiarity” de Evans y Zimmermann (eds.). El misterio se aclara si uno revisa una presentación realizada por el propio Soto titulada “Estado social y su incompatibilidad con el principio de subsidiariedad” respecto a la genealogía del principio. Ahí vemos que el autor se está refiriendo exclusivamente al caso constitucional chileno, el cual interpreta de una manera peculiar.

Soto apunta a un artículo de Jaime Guzmán aparecido en la revista Fiducia de 1965 para mostrar que la concepción de subsidiariedad defendida por Guzmán separa Estado y sociedad, entregando al Estado un rol suplente, y defiende la libre iniciativa en materia económica (defendida en la encíclica Mater et Magistra). Luego muestra que estos principios se encuentran incluidos en la Declaración de Principios del Gobierno de Chile de 1974 y en el texto constitucional de 1980, que garantiza a los grupos intermedios su adecuada autonomía (art.1:3), pone el Estado al servicio de la persona humana (art.1:4) y establece el derecho a desarrollar cualquier actividad económica que no sea contraria a la ley, la moral, el orden público o la seguridad nacional (art. 19, N°21:1), limitando la actividad económica del Estado, que requiere aprobación caso a caso con quórum calificado (art.19, N°21:2).

Hasta aquí, vale la pena señalarlo, ninguno de los contenidos examinados es aberrante respecto a la Doctrina Social de la Iglesia ni respecto a las formulaciones clásicas del principio de subsidiariedad: se defiende la autonomía de los cuerpos intermedios, se distingue entre Estado y sociedad (poniendo al Estado al servicio de la sociedad y la persona humana) y se garantiza la libertad económica con el fin de evitar que la supervivencia material de las personas intente ser sometida por completo al poder estatal. La función de suplencia estatal se complementa con la de  “armonizar y coordinar a todas las  entidades naturales y a los diversos intereses que coexisten en la vida social”. Es decir, con la de velar por el bien común. Todo lo cual, por cierto, podemos encontrar actualmente en ordenes constitucionales como el alemán.

Luego viene la interpretación de Soto de estos principios, donde el autor expresa sorpresa por la oposición entre Estado y sociedad, pero además plantea que los contenidos anteriores implican que “desaparece la idea de que hay actividades que podrían quedar reservadas al Estado, salvo seguridad pública o defensa”, y que prima “una versión expansiva y economicista del principio de subsidiariedad” en la que basta que exista un interés mercantil para que el Estado sea excluido de esa área. El autor sostiene que el presupuesto de fondo de la subsidiariedad sería que “la libertad de cada cual produce automáticamente armonía social”, por lo que se opta por favorecer “la concentración del poder privado con soporte constitucional”. También considera Soto que establecer que el Estado está al servicio de la persona humana “abstenerse tanto como sea posible para ampliar el ámbito de libertad individual”, y que la única intervención estatal justificada sería la de “auxilio a los necesitados, residualmente (función de mera suplencia según J. Guzmán), sin ningún estándar de prestación”. De esto el autor deduce una desconfianza general frente al Estado, que limitaría su capacidad de proteger el interés común y de usar el aparato administrativo para resguardarlo. El Estado chileno, así, no estaría en condiciones de dar prestaciones sociales y el culpable sería el principio de subsidiariedad.

En mi opinión, Soto parte atribuyendo a Jaime Guzmán, a la Junta Militar y a la Constitución de 1980 ideas que, tal como están formuladas, son simplemente parte del acervo de la Doctrina Social de la Iglesia. Y luego, sin justificación clara, hace una interpretación de estas ideas que las circunscribe dentro de la doctrina liberal del Estado mínimo o guardián. La idea de que el Estado tiene a su cargo velar por el bien común y la coordinación de los distintos intereses e instituciones –presente en Guzmán, en la declaración de principios y en la Constitución de 1980- no es tomada en serio por Soto, quien entiende de ello que el Estado tiene simplemente que retirarse todo lo que pueda, ya que la mera concurrencia de intereses individuales en los mercados generaría armonía social. Del mismo modo, confunde “persona humana” con “interés individual”, y suplencia estatal con mera ayuda a los pobres, sin estándar alguno. Por último, trata la exigencia de un quórum especial para autorizar la actividad económica del Estado fuera una prohibición de plano.

¿Por qué distorsiona Soto tan radicalmente estos principios? La respuesta más razonable no está en el mero error o la ignorancia (aunque no manejar la historia y literatura básica relativa al principio le resta claramente fuerza a su argumento). Lo que pasa es que el autor interpreta estas ideas a la luz de las realidades de la modernización capitalista chilena. No es que a Soto se le ocurra de la nada confundir Estado subsidiario con Estado mínimo o guardián, sino que esa interpretación, aunque no contenida en los textos mencionados, fue la que ganó más peso en la segunda mitad de los 80 y principios de los 90. Amplios sectores de la derecha y el empresariado entendieron, y entienden, el principio de esa forma. Sin embargo, no tiene por qué ser así, y, de hecho, hace rato que se comienza a registrar un giro a nivel judicial en cuanto a la interpretación del principio, tal como mostraron Francisco García y Sergio Verdugo en su artículo “Subsidiariedad: mitos y realidades en torno a su teoría y práctica constitucional”, aparecido como capítulo en el libro “Subsidiariedad: más allá del Estado y el mercado”, que me tocó editar con el IES.

La oposición radical entre el Estado subsidiario y el Estado social de derechos, una vez despejado el hecho de que subsidiariedad y Estado mínimo o guardián no son sinónimos, se hace imposible. Soto plantea que el Estado social entiende que no hay oposición entre sociedad y Estado, sino que el Estado tiene una relación recíproca con la sociedad y con los individuos. También explica que los objetivos del Estado social implican niveles importantes de justicia social y redistribución de la prosperidad general. Y remata señalando que el Estado social es incompatible con la idea de que el laissez faire pueda conducir a un orden social virtuoso. Advierte el autor, eso sí, que el Estado social no busca realizar estos objetivos anulando a la persona humana ni suplantando a la sociedad, pero sí habilitando al Estado para velar por el bien común, evitando la acumulación excesiva y el abuso de poder. Podríamos decir, a la luz de lo argumentado, que Soto concluye afirmando que los objetivos del Estado social deben ser perseguidos por este velando por el bien común y de manera subsidiaria, sólo que él cree que esto sería incompatible con el principio de subsidiariedad.

Ignacio Walker y Patricio Zapata: “Estado social, subsidiariedad y solidaridad”

Este artículo comienza con los autores estableciendo una oposición total entre “el principio original de subsidiariedad”, reconocido por la Doctrina Social de la Iglesia, y “la versión neoliberal de aquél, recogida en la Constitución de 1980”. Esta oposición, como ya vimos en la discusión relativa a los argumentos de Pablo Soto, carece de fundamento. El resto del artículo trata sobre cómo el verdadero principio de subsidiariedad está contenido y es supuesto por el Estado Social y Democrático de Derecho, tal como es recogido por las constituciones alemana (1949) y española (1978). Finalmente, los autores plantean que, ya que la idea de un Estado Social y Democrático de Derecho ya recoge el principio de subsidiariedad bien formulado, no es necesario explicitarlo en la nueva propuesta constitucional chilena.

Respecto a esto, me parece importante señalar que quienes hemos defendido la necesidad de incorporar el principio de subsidiariedad en la versión de Estado social y democrático de derecho que propondrá el nuevo proceso constitucional no lo hacemos por fetichismo. El principio puede ser incorporado sin necesidad de mencionar la palabra “subsidiariedad”, tal como ocurrió con la Constitución de 1980. La discusión de fondo es por el rol del Estado, el respeto a las organizaciones intermedias y el rol de la empresa privada y la sociedad civil. No puede ignorar la izquierda que la identificación de subsidiariedad y Estado mínimo o guardián por parte de la derecha durante la Guerra Fría nació, en buena medida, de una oposición extremada respecto al Estado dirigista, monopólico y total promovido por la izquierda de la época. Desde esos años hasta ahora, izquierda y derecha en Chile han vivido vinculadas a un pensamiento fetichista y poco inteligente en relación, respectivamente, al Estado y al mercado. El nuevo proyecto constitucional tiene que ser una oportunidad para superar esos fetichismos y avanzar hacia visiones institucionales más complejas y pragmáticas, así como menos moralistas.

Es importante, por ejemplo, que se discuta el tema de la solidaridad. Es verdad que la subsidiariedad y la solidaridad se suponen mutuamente en el marco de la Doctrina Social de la Iglesia. Pero es importante entender cómo es que se suponen: la solidaridad es planteada ahí como un deber que es también subsidiario. Es decir, que corresponde primeramente a los pares. No es algo, entonces, que pueda ser simplemente dejado en manos del Estado a cambio de pagar impuestos. Tampoco es algo que le corresponde únicamente al Estado como agente redistributivo. Si fuera así, instituciones como la Teletón, el Hogar de Cristo, Bomberos de Chile, Coaniquem o la Fundación Las Rosas, así como muchas fundaciones educacionales, no deberían existir. Su existencia sería simplemente el reflejo de que el Estado es incapaz de cumplir con su función solidaria. Tal idea ha sido defendida sistemáticamente durante las últimas décadas por sectores de izquierda con nociones absolutistas del Estado, y me parece necesario que sea excluida del proyecto constitucional, tanto como la izquierda demanda excluir una noción de Estado mínimo o puramente guardián de ella.

En otras palabras, la izquierda tiene que ofrecer razones y garantías suficientes respecto a que su proyecto de Estado social no constituye un proyecto de estado total socialista disfrazado, así como la derecha debe ofrecer razones y garantías suficientes de que su defensa de la subsidiariedad no es simplemente un disimulo de un Estado mínimo o guardián. Esto exige niveles de honestidad comunicativa que, como señalé al comienzo de esta columna, son muy escasos en Chile, pero indispensables para sostener nuestra democracia durante los difíciles tiempos que ya vinieron y seguirán viniendo.