Columna publicada el domingo 16 de abril de 2023 en El Mercurio.

Hoy por hoy, los principales adversarios del Gobierno no están en la oposición, sino que en Apruebo Dignidad. Esto podrá parecerle al lector más o menos contraintuitivo, pero no hay otro modo de comprender las causas del desorden crónico que afecta al oficialismo. Cada vez que el Gobierno quiere avanzar en alguna dirección, una de sus coaliciones se lo impide.

Desde luego, el caso más flagrante corresponde a la seguridad. A estas alturas, resulta evidente que la principal preocupación de los chilenos guarda relación con orden público y sus derivados (delincuencia, narcotráfico y migración irregular). Es un hecho patente también que, en estas materias, la izquierda tiene un enorme déficit de credibilidad. La manera en que dicho sector asumió la peor versión del octubrismo sigue destilando sus efectos. No fue inocuo haber defendido las barricadas, “el que baila pasa”, ni haber justificado todas las formas de lucha. Así las cosas, la izquierda quedó sin piso en estas cuestiones, pues la ciudadanía —simplemente— no le cree.

Por lo mismo, la tarea más urgente de la izquierda pasa por re-construir legitimidad en este tema. Así como la derecha tiene el desafío de elaborar un discurso que conecte con el malestar social, las izquierdas deben asumir sin complejos la demanda por seguridad, so pena de quedar marginadas del próximo ciclo político. Sin embargo, Apruebo Dignidad se niega y se resiste: no vota los proyectos apoyados por el Ejecutivo y no pierde oportunidad de ofrecer declaraciones ambiguas. Incluso, el presidente del partido del mismísimo Gabriel Boric se dio el lujo de participar en una manifestación contra el Gobierno. En otras palabras, dinamitan cualquier esfuerzo que el equipo gubernamental pueda realizar para intentar responder a las urgencias ciudadanas.

El fenómeno es misterioso, y no admite explicación fácil. Sin embargo, hay un factor estratégico que parece estar jugando un papel: a ojos de cierta izquierda, resulta preferible conservar un perfil opositor, aunque eso la condene a ser minoría. Un poco por lo mismo, están más interesados en cuidar sus nichos electorales —sistema proporcional mediante— que en construir mayorías estables que puedan servir de soporte a las transformaciones que tanto anhelan. Ese mundo no tiene vocación de mayoría ni de gobierno, porque no le interesa asumir responsabilidades, sino solo ser fieles a su espíritu. Como buenos estetas morales, prefieren mirarse al espejo antes de mirar el país, y de allí la dificultad a la hora de asumir que la realidad no se ajusta a sus elucubraciones. Entre la política y la inocencia, escogen la segunda, sin dudarlo un instante.

Este es el trasfondo que subyace a la discusión entre las dos almas del oficialismo. En rigor, ni siquiera hay dos programas en disputa —lo que ya sería algo— sino que hay un grupo que quiere gobernar, mientras que otro se lo quiere impedir. Porque, la verdad sea dicha, ni el Partido Comunista ni el Frente Amplio cuentan con un proyecto alternativo que puedan poner sobre la mesa, ni con cuadros que pudieran encarnarlo, más allá de la peregrina idea de ir al choque constante. Lo suyo es simplemente frustración, rabia y lamentos; murmuraciones, quejas y protestas más o menos simbólicas. Los reyes de la performatividad han descubierto los límites de la performatividad.

Esta es la dificultad casi insalvable que enfrenta la ministra Carolina Tohá. Ella arribó al Gobierno tras la colosal derrota del 4 de septiembre, pero debe decirse que su ingreso fue fruto de una reacción más que de un auténtico diseño. La urgencia era responder al resultado electoral, pero no se elaboró una reflexión más acabada. Esa falla de origen obliga a la ministra a dedicar esfuerzos y tiempo valioso a contemporizar constantemente con su ala izquierda, que la mira con desconfianza cada vez más abierta. Esa presión la ha llevado también a cometer errores pues, en el fondo, se espera que cuadre un círculo imposible: persuadir a los inocentes de que el poder debe ejercerse. Así, Carolina Tohá se desgasta semana tras semana en una tarea interminable. Esto es problemático por varios motivos. Por de pronto, la ministra es una figura difícilmente reemplazable y, de hecho, no sobran los candidatos para un trabajo de ese tipo. Pero lo más grave es lo siguiente: la ministra está cubriendo la debilidad del Presidente respecto de su propia coalición. En efecto, si el mandatario no es capaz de ordenar a sus partidos, difícilmente podrá lograrlo una dirigente del PPD asociada a los treinta años. Dicho de otro modo, Carolina Tohá está pagando el costo asociado a las dudas que Gabriel Boric no quiere enfrentar.

Es posible que el Presidente piense que puede seguir navegando a vista, como lo ha hecho en los últimos meses. Sin embargo, el tiempo no corre a su favor. La paciencia de los chilenos está agotándose; y, además, es posible que las elecciones del 7 de mayo aceleren el proceso. Si el Presidente no reacciona rápido, le será imposible conducir las fuerzas que agitan a la sociedad chilena. Ya no gobernará, sino que será gobernado. A estas paradojas conduce inevitablemente la rebeldía apolítica de la generación inocente.