Columna publicada el sábado 15 de mayo de 2021 por La Tercera.

Estamos en una crisis moral y política que parece no tener salida. Nuestras élites se encuentran sumergidas en una batalla campal que las ha vuelto insensibles a las necesidades de las mayorías, a las que sólo apelan de forma manipulativa, si es que no mintiendo abiertamente (con, por ejemplo, ofertones de ingreso universal imposibles de financiar). La polarización en las altas esferas es tal, que muchos creen que la pregunta respecto al proceso constituyente es si terminaremos con una constitución de izquierda o de derecha.

El problema con esta mirada es que casi todos los desafíos que involucra ir cerrando la brecha entre estructura social y estructura institucional son de mediano y largo plazo. La construcción de las bases de un Estado social -sea subsidiario o de bienestar- exige un consenso proyectado en el tiempo, al que sean leales gobiernos de distinto signo, así como el sector privado y la sociedad civil. La polarización de las élites, entonces, amenaza con matar el proyecto antes de que nazca.

El populismo, que crece y gana adeptos, es la respuesta instintiva de los sectores populares frente al bloqueo producido por la lucha facciosa de los poderosos. Cuando la mediación política es percibida como engaño, adulación y conflicto estéril, la confianza directa en el líder parece el ariete necesario para derribar los muros palaciegos y avanzar en las soluciones pragmáticas.

El drama es que el mundo popular, que ha descubierto que puede ser engañado por los poderosos y por eso ya no confía en ellos, también es presa fácil de su propio engaño. Es tan vulnerable a otros como a sí mismo, lo que se refleja en el paso de la confianza total a la desconfianza total, ambas ciegas. Luego, de aceptarlo todo como si no hubiera alternativa (“es lo que hay”), puede moverse a pensar que todo puede cambiarse de la noche a la mañana, como si fuera la sola maldad de los de arriba la que hiciera sus vidas difíciles y la escasez consistiera en un problema ideológico. Ese gran espejismo colectivo es el que suele elevar a los líderes populistas, para luego destruir las economías nacionales y naufragar a los pueblos en la miseria. Los cambios de fondo requieren siempre algo de confianza, mediación y tiempo.

La única manera de alterar el curso destructivo de nuestro país es conseguir una tregua de élites que repare ante los ojos del pueblo, en base a una desconfianza lúcida, el principio de representación política. La asamblea constituyente debe ser el espacio de esa tregua, orientada hacia un nuevo pacto de clases que logre entrelazar crecimiento y desarrollo social.

Al elegir un constituyente, entonces, la pregunta no es sólo si el candidato representa mis ideas, sino si tiene el temperamento, la habilidad y la autoridad para poder colaborar en la construcción de la tregua que debe reflejar nuestra nueva Carta Magna. Necesitamos personas entregadas sobriamente a cumplir su rol, y no figurines mediáticos. La farándula de la televisión y las redes sociales ha sido un dulce veneno, pero sólo la verdadera política, desabrida y efectiva, tiene la llave para conducir este desfile salvaje. En la soledad de la urna decidiremos, entonces, entre el matinal y la república.