Columna publicada el domingo 11 de diciembre de 2022 por La Tercera.

A veces es la política la que no entiende. Eso se le hubiera podido responder al expresidente uruguayo José Mujica luego de sus declaraciones sobre el fracaso de la Convención Constitucional en nuestro país. No fue que el pueblo no entendiera, sino que entendió tan bien, que rechazó aquello que le ofrecieron. Pero eso, para muchos, será siempre más difícil de aceptar. Tampoco fue que el borrador salido de la Convención simplemente pretendiera demasiado, como si fuera una cuestión de cantidad y excesivo entusiasmo, frente a los cuales la ciudadanía se sintió abrumada porque la apuraron y no alcanzaba a procesarlo todo. Se trató en cambio de una propuesta con deficiencias técnicas subrayadas transversalmente en varias materias, y con un severo error de diagnóstico respecto de los problemas y esperanzas del pueblo chileno. Un error de diagnóstico que reprodujo la ya larga dificultad de nuestra política para representar a su gente.

Donde sí tiene razón Mujica es al aconsejar detenerse después de este (gran) tropezón para ir a escuchar al pueblo. Esa es la exigencia y deber permanente de la política, pero particularmente de la nuestra, que parece haber quedado sorda hace un buen tiempo. Sin embargo, la intención no basta. La virtud de la escucha no se adquiere de un día para otro: requiere recomponer vínculos rotos hace ya mucho, y de la búsqueda de nuevas referencias y criterios para no seguir concluyendo lo mismo de siempre. Nuestra política tiene problemas de escucha no por falta de voluntad, sino porque perdió los mecanismos para lograrlo y porque se ha aferrado a ciertas hipótesis que le impiden explicar lo que no estaba predicho en sus esquemas prestablecidos. Seguir diciéndose a sí misma, como sugiere Mujica, “hay que escuchar a la gente”, no acerca ni un centímetro al logro de ese necesario objetivo.

¿Por qué no oye nuestra política? Tal vez porque está demasiado convencida de lo mismo que dijo Mujica: que es el pueblo el que no entiende. Es la respuesta fácil, y desde ahí no hay mucho que pensar ni enmendar. Solo bajar el ritmo, como señaló el presidente Boric hace unos meses; recordar que hay que ir más lento. Cuando se está del lado correcto de la historia el gesto más caritativo que se puede tener frente a los que se resisten a su marcha incontenible es la de esperarlos hasta que por fin comprendan y acepten someterse a sus designios. Los que no lo hagan, simplemente tendrán que quedarse fuera. ¿Qué política es esa que piensa que su función es mera administración de velocidades y no, en cambio, revisión permanente de sus propios criterios y juicios? ¿Qué política es esa, incapaz de ver que es ella la que se ha equivocado sistemáticamente al leer una ciudadanía que no dice nada muy distinto en cada elección con la que siempre sorprende? Es justamente una política que no entiende, pues se ha hecho prisionera de premisas con las cuales el carácter irreductible de la porfiada realidad solo revela la necesidad de transformarla. Y como no se puede a la fuerza, no queda más opción que esperarla; nunca en cambio comprenderla. Así, convencida de que son sus interlocutores los equivocados, obediente con Mujica la política irá a escuchar a su gente para no encontrar nada allí, excepto la confirmación de sus propios prejuicios. La tragedia es que, en paralelo, la sociedad constata una y otra vez que quienes la conducen no pueden o no quieren entenderla. Y ante la sordera y desprecio de sus líderes, lo que progresivamente se impone es el grito.