Columna publicada en El Líbero, 27.12.2016

Las declaraciones de Jacqueline van Rysselberghe, una vez electa presidenta de la UDI, pueden ser leídas como un intento de reconectar con el electorado más histórico y tradicional de la derecha. Sin ambigüedades, la senadora sostuvo que su partido no cree en la igualdad, sino en la igualdad de oportunidades y la justicia, y que, más allá del matonaje de las redes sociales, esta creencia interpelaría a buena parte de la población (en particular, la clase media). Así, se trataría de una actitud destacable, en la medida que recoge una aspiración a desafiar lo políticamente correcto.

Sin embargo, esta conclusión es demasiado apresurada. Por de pronto, puede pensarse que hay un error de estrategia: una cosa es decir cosas impopulares y asumir un costo político por ello; otra bien distinta es provocar de modo gratuito una reacción negativa contra uno mismo.

Pero hay un punto más de fondo que advertir: el razonamiento que subyace a este diagnóstico de la sociedad chilena. La alusión a la lucha de clases, las minorías sexuales y las frustraciones actuales de la clase media sugieren que, para van Rysselberghe, la izquierda opera induciendo a las personas simplemente a reclamar y exigir más, alimentando expectativas insaciables. Sin embargo, esta explicación no es capaz de trascender la dimensión individual(ista) de los fenómenos colectivos: nuestros motivos para actuar no superarían un aumento irreal de expectativas, en el mejor de los casos, o simplemente la envidia o el resentimiento en el peor, a desear más a costa de los otros sin importar qué problemas se sigan de ello. Al margen de que existe una izquierda cuya actitud, cuando prevalece, corroe el ethos democrático, concluir que hay conflicto solamente porque la izquierda lo instiga simplemente no es plausible.

En efecto, aun cuando la izquierda viviera de “nutrirse del conflicto”, es necesario intentar comprender por qué en algunos casos el conflicto escala de manera acelerada, o se intensifica tan fácilmente frente a circunstancias específicas. Los procesos de expansión acelerada del mercado, a pesar de todas sus bondades, están asociados a una experiencia que tiene algo de traumática (y esto debería interesar especialmente a los defensores de una ideología liberal). Si valoramos los mercados por su capacidad de crear cosas nuevas e innovadoras a partir de lo que hay, no deberíamos olvidar que la condición para ello es, precisamente, romper con lo anterior (lo que Schumpeter llamaba “destrucción creativa”). Esa ruptura de vínculos y formaciones sociales anteriores –piénsese en el gremio de los taxis frente a Uber– no es un elemento irrelevante para la gestación de conflictos distributivos, ni para un cambio en los umbrales de tolerancia ante los niveles de desigualdad socioeconómica.

Si estamos dispuestos a tomarnos en serio la idea de que nuestro malestar actual podría relacionarse con este tipo de fenómenos, las declaraciones iniciales de van Rysselberghe son un mal indicio de cómo la dirigencia política nacional está interpretando nuestro presente. Aunque la nueva presidenta de la UDI intuya acertadamente que nuestros consensos públicos son precarios e inestables, la incapacidad de someter el propio análisis a un juicio más severo bien puede conducir a una posición aún más frágil.

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