Columna publicada el sábado 29 de enero de 2022 por La Tercera.

La democracia política es improbable. Para mantenerse, debe operar de tal manera que, a través de balances y contrapesos, evite que cualquier jugador se lleve la pelota para la casa. Y ya que los jugadores suelen buscar eso, no es exagerado decir que la gran virtud de la democracia, cuando funciona, es nunca dejar completamente feliz a nadie. Esto la hace el mejor régimen político, y también el más molesto.

El poder, cuando es liberado de toda traba, tiende a concentrarse en patotas y a disminuir en legitimidad. Es más violento y arbitrario. Las democracias suelen ser más poderosas que las dictaduras porque logran convocar lotes que piensan distinto y cosechan lealtades a través de varios mecanismos de mediación. Pero esa capacidad se pierde cuando se rompen las lealtades políticas básicas. Cuando ya nadie confía en su prójimo, el mecanismo de representación se estropea. Las mediaciones dejan de operar. Y comienza el llamado de la selva.

Esto es lo que viene ocurriendo en Chile. Detrás de nuestra colorida retórica de la esperanza hay una sociedad quebrada por la desconfianza. Y no sólo contra las élites, sino a todo nivel. Su origen tiene una dimensión institucional: el empate político eterno del diseño anterior, mientras se apilaban las tensiones, parece haber roto la máquina. Las reformas fueron pocas y tardías. Tiene también una fuente social: una nueva clase media muy rica para el Estado y muy pobre para el mercado. Pero además tiene una dimensión moral: la lógica imperante de sálvese el que pueda terminó descarrilando afectivamente a nuestro país. El orden de nuestros amores, en términos de Agustín, se encuentra enloquecido.

La Convención Constitucional ha tenido un rol catártico en este último sentido. Toda su primera etapa fue un lamento: tuve hambre y no me alimentaste, tuve frío y no me vestiste, estuve preso y no me visitaste. Igual que en el estallido, en esto hay una potente descarga emocional.

El tema es que ahora necesitamos que los constituyentes salgan del lugar de la víctima y se pongan en el de la justicia terapéutica. La catarsis tiene que terminar antes de comenzar la ingeniería constitucional, o cometerán errores terribles. Una víctima es alguien atrapado por su herida, que busca vengarla. Su razonamiento tiende a la injusticia y al resentimiento. Es parcial y autorreferente. Por eso la ley no es a la medida de las víctimas, sino de la justicia.

Un diseño constitucional victimista, como el perfilado esta semana por la convención, traiciona su propio anhelo democratizante: en vez de redistribuir los beneficios del poder constituido, lo disuelve repartiéndolo a pedacitos. Es la misma lógica de los retiros previsionales, pero aplicada a todo lo común. Buscando reconocer a cada localidad e identidad dolida, crea burocracias locales infinitas, estériles y descontroladas. Y sobre ellas monta un poder de contornos dudosos. Majamama arbitraria, pero paritaria al cubo, de ejecutivo, legislativo y judicial. Engendro que, en vez de buscar sanar el desorden de nuestras pasiones, trata de imitarlo. Y, por esa vía, convierte lo público en piñata y nos promete un futuro político gobernado por la fuerza. Una larga y angosta “Plaza Dignidad”.