Carta publicada el jueves 19 de agosto de 2021 por El Mercurio.

Señor Director:

En “La sociedad abierta y sus enemigos”, Karl Popper hace una conocida referencia a la “paradoja de la tolerancia”, según la cual la tolerancia ilimitada permitiría que los intolerantes acaben con la misma sociedad abierta. Sería, pues, necesario excluir al menos a los intolerantes.

Publicada en 1945, esta afirmación no requería ulterior explicación: todo el mundo sabía ahí quiénes eran los “intolerantes”. No eran apologetas de dictaduras pasadas, sino representantes activos y violentos de proyectos totalitarios. Se ha vuelto común, sin embargo, apelar a esa paradoja bajo las muy distintas condiciones actuales: para cierta mentalidad basta con identificar a nuestro adversario político como un intolerante, y se tiene así a la mano un criterio para excluirlo.

Vale la pena reparar en este asunto a propósito de la discusión sobre negacionismo en la Convención Constituyente. Esta semana, en efecto, su comisión de Ética aprobó una definición de negacionismo que por una parte peca de especificidad y, por otra, de vaguedad. Sus problemas de especificidad son bien evidentes, pues son los juicios sobre tres procesos históricos específicos los que se regulan (dictadura, estallido y colonización). Pero sus problemas de amplitud son incluso más llamativos. Por nombrar uno solo de sus problemas, ahí no solo se califica de negacionismo las acciones que nieguen o justifiquen violaciones a derechos humanos, sino que se califica del mismo modo a las omisiones.

¿Cuánto, cuándo y cómo habría que hablar sobre cada uno de estos episodios históricos para no caer en pecado de omisión?

Todo esto raya en el absurdo. La verdad es que ni siquiera con los intolerantes manifiestos que tenía por delante, Popper creía que la exclusión fuese siempre necesaria. Pero si vamos a pensar nuestra convivencia desde la exclusión de posiciones intolerables, necesitamos al menos pensarlo en términos inversos a los adoptados por la comisión de Ética: la norma debe poder aplicarse de modo ecuánime a todos los procesos históricos relevantes, y el negacionismo debe estar descrito con una precisión tal que su rechazo sea compatible con la discusión libre y con miradas que reconozcan la complejidad del pasado. Lo contrario es intolerancia y, más aún, negación de la esencia del debate democrático.