Entrevista de Joaquín Castillo Vial publicada en la revista Punto y coma.

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Formado entre Valparaíso, España y Alemania, Joaquín Fermandois tiene una sólida y extensa obra escrita acerca de la historia política de Chile durante el siglo XX. Creció leyendo la prensa cotidiana que relataba el devenir mundial durante el apogeo de la Guerra Fría, cuyos episodios marcaron un interés por el acontecer diario que continúa hasta hoy. Se mueve cómodamente entre referencias literarias y filosóficas, pero nunca deja de ser un hombre que, desde los documentos y los hechos, interpreta el devenir de Chile en la constante búsqueda de la modernidad. En esta entrevista abordamos, a propósito de la Unidad Popular, los conceptos de revolución, la actual crisis chilena, su formación disciplinar y las importantes lecciones de sus maestros de la lectura y la conversación. 

Has escrito sobre el mito de la excepcionalidad democrática de Chile, la que vivíamos o creíamos vivir a fines de los sesenta. ¿Se entendía en ese entonces el país como un oasis dentro de un escenario turbulento?

Ha sido muy discutido el tema del excepcionalismo chileno, una falsa superioridad del país, aunque, como en todo, hay que desgranar lo que más interesa: en su estructura y en sus prácticas políticas e institucionales, Chile ha sido más estable que otros países de América Latina, marcada por una inestabilidad general, como la mayoría de las democracias modernas. Los países estables de la modernidad han sido muy pocos, ojalá me quepan en los dedos de las manos, aunque lo dudo. Pueden ser pequeños países de notable democracia como los Países Escandinavos, Países Bajos, Bélgica, Suiza, pero es un fenómeno post Revolución Francesa, post ilustración. Al mismo tiempo, pasa que en Chile tenemos mucho la idea de que todo ha pasado en Chile y nada más que en Chile; y no, eso es una distorsión.

Has dicho que Chile vivía en los años de la UP una “guerra civil política”. ¿En qué consistía esa dimensión política que tú adjetivas ahí?

Lo propongo extendiendo un concepto de Adolfo Ibáñez. Coincido con él cuando describe así al periodo que va entre el Paro de Octubre y el 11 de septiembre. En esos once meses hay una guerra civil política, en el sentido de que dentro del cuerpo político del país hay dos almas que reclaman la totalidad de ese cuerpo y que sienten que no pueden vivir con el otro, que no se puede establecer un sistema bipolar donde quepan ambos. Y no era fácil en ese momento que escaparan de esa visión. 

Pero la guerra civil nunca excede su dimensión política, ya que luego del golpe hay un control bastante rápido de la situación.

No, pero hay más de una treintena de muertos en incidentes entre el término del Paro de Octubre y el 11 de septiembre. Para la historia de Chile eso es bastante en periodo democrático. Ahora, para lo que vino después, es poco. En ese entonces hubo mucho menos enfrentamiento que lo que ha habido en la actual crisis.

¿En qué consistía la crisis de los setenta?

En el Chile de los setenta se formó un arco ideológico que llevó a una crisis ideológica que tiene sus orígenes antes de la Segunda Guerra Mundial. En un momento dado, pareciera que las sociedades tienen un quiebre en torno al horizonte al que deberían avanzar, y sienten que si no cambian radicalmente —lo que implica muchas veces un cambio súbito e importante de las instituciones, violento cuando es necesario— viene una caída, una decadencia. Es una idea seductora, de que estaríamos en una situación desesperada.

¿Cómo se experimenta esa crisis en el caso nacional?

En Chile ya a fines del XIX se formó una izquierda antisistema, pero no necesariamente revolucionaria. Esa izquierda estará siempre dividida ante el dilema de si va a integrarse o no, y una vez instalados se sienten traidores, a menos que cambien el sistema, Pero, ¿cómo lo cambiamos? Haciendo leyes para nosotros y tomándose la estructura. La izquierda tuvo éxito en ser antisistema por medio del Partido Comunista y de la radicalización del socialismo a partir de los cincuenta, con raíces y tentaciones que venían de antes. Era una radicalización al interior de un sistema institucional. Si hubiera durado diez años más la situación que había hacia 1970, a lo mejor el comunismo habría derivado a un eurocomunismo, aunque no creo que hubiera sido fácil. Pero en 1970 ganan la elección y asumen el gobierno. Creen firmemente que existe la posibilidad objetiva de que Chile cambie de sistema y vaya a una sociedad mejor, una que ya existe en el mundo. Ahí están las referencias vitales y ardientes a la Revolución Rusa y a sus analogías; hacia allá se tenía que marchar.

El Chile de los setenta era un país pobre, con problemas en su estructura política, con un profundo cambio demográfico, con un latifundio en crisis… En ese contexto aparecen demandas de revolución en un proceso de politización. ¿Tú crees que el gobierno de Allende tenía posibilidades de hacer frente a esa demanda por cambios estructurales una vez que se vio en el poder?

La posibilidad de asentar un régimen marxista en Chile estaba dada y fue posible debido a la fuerza de la izquierda y de la movilización, y por lo aturdidos que estaban los adversarios, especialmente la derecha. En noviembre y diciembre de 1970 la única oposición política era de la Democracia Cristiana; esta, a su vez, con analogía a los liberales rusos hasta 1917: habían acelerado el cambio político hasta que el poder se les escapó de las manos. La capacidad de movilización de las masas y de los sectores de la izquierda eran muy amplios; la creencia en la irreversibilidad de los cambios era tanto funcional —insuflar un ánimo de irrestricta confianza en la estrategia de acceder a la sociedad socialista— como un principio de fe, un dogma incuestionable. Para ello fue fundamental no solo la alimentación del modelo e inspiración del bloque soviético, sino que el influjo de la Revolución Cubana.

¿Y cómo fue esa influencia en Chile?

Influye sobre todo en el Partido Socialista que, en una identificación instantánea de Allende con la Revolución Cubana, dijo muchas veces: “nuestro camino será distinto, pero el objetivo es el mismo”. Se comportó como si creyeran en eso. Alguno diría después que no creían en lo que decían, pero eso nos pone en otro problema, que lo que decían, el cimiento de su existencia política, era pura pantalla. Esto solo sucede cuando un sistema ideológico está a punto de desplomarse.

En Chile, este embrujo por la Revolución Cubana tuvo una gran fuerza y la impaciencia en la izquierda fue creciendo mucho, tanto que, si Allende no hubiera ganado en 1970, un gobierno de Jorge Alessandri hubiera tenido que enfrentar una guerrilla urbana bastante poderosa. Lo mismo habría pasado si Allende hubiera aceptado una transacción con la oposición, que en el fondo hubiera sido una derrota política total o abandonar el Gobierno y entrar en un plebiscito.

Pero podrían haber abierto esa puerta.

Si hubiera abierto esa puerta, cualquier transacción habría sido rechazada por parte de su coalición, por elementos viscerales de una izquierda de acción directa, lo que habría creado una alternativa de guerrilla urbana importante en el país. Estaba pasando en todos los países de América Latina y en Chile el 68, 69; lo que pasa es que por intervención de Castro eso se contuvo en 1970.

¿Cuánto pesa el contexto de la Guerra Fría y cuál es el peso específico de la situación nacional? 

Pesa mucho y pesa poco. Se exagera la parte bipolar de ese peso o que ambas potencias por sí mismas influían mucho. Lo hacían, pero no es ese el tema. La Guerra Fría emerge de visiones alternativas y antagónicas que caracterizan al fenómeno ideológico moderno y que además encarnan en sistemas de creencias, razonamientos radicales, antisistema, que logran tener impacto cultural, político, social y penetran a veces parte importante del cuerpo de la sociedad. Esto a su vez creaba una reacción. Nazismo y comunismo son como las más perfectas; el comunismo lo es más porque posee un tipo de persuasión original; persuasión fundada por intelectuales. En todo fenómeno importante siempre hay un elemento intelectual detrás; en el marxismo eso es mucho más vigoroso.

Por eso logran ser tan convincentes durante todo ese periodo.

Sí, claro, y le dan gran peso al carácter antagónico de la política, al carácter absoluto. Aunque no hubiese habido Revolución Rusa, hubiese habido algo así como comunismo y algo así como nazismo y fascismo, porque en realidad se estaban formando a fines del XIX. El marxismo y el fascismo como los conocemos en el siglo XX (Lenin y Mussolini) eran estilos, doctrinas, prácticas políticas que estaban instaladas antes de 1914. Esto define a la política moderna, incluyendo a nuestro país, que es parte de estas formas de identificación política que, más que puramente políticas, sueñan con ser estilos de vida que van a recuperar una entidad, una forma humana legítima, necesaria y absoluta. Insinuando un paraíso sobre la tierra, muchas veces se dice que el nazismo no lo fue porque es algo reaccionario y quiere mantener para siempre la jerarquía absoluta. Pero, a su manera, el nazismo era utopía, la utopía posible es mantenerse como el hombre cerca de la naturaleza, entendida como la struggle for life. Es una visión utópica porque hay que destruir la realidad para llegar. En el marxismo lo utópico está clarísimo. 

¿Qué tipo de dificultades experimentaba esa izquierda al intentar moverse en un marco democrático?

La izquierda en Chile, o una parte importante de ella, sabía actuar democráticamente, aunque tratando de torpedear esta democracia, pero actuaba democráticamente mientras no llegara al poder. Cuando arriba a esta primera meta, está condenada a llegar a sus fines o sentirse traidora a sus creencias, estas a su vez experimentadas con la combinación de religión política y certeza científica, se supone. Y en algún sentido tenían que ver la realidad como crisis, con una especie de frustración porque no nos desarrollamos. Y como las elecciones presidenciales son anuncios de algo nuevo, se asumía o esperaba que con Allende llegaría por fin un Presidente que se ocupe de esto y aquello. Pero las cosas no son tan fáciles de hacer.

O sea, ¿los desafíos que se le plantean a esa izquierda revolucionaria cuando termina siendo oficialismo, son de una naturaleza de la cual no se puede hacer cargo dentro del sistema democrático?

Ellos no lo veían como un problema a solucionarse; lo veían como una tarea, una misión. La dificultad es que si no lograban esa misión, se les destruía todo: su legitimidad, su creencia. Allende —aquí hay mucha interpretación divergente— fue un gran idealizador: la utopía era posible y, por añadidura, existía.

En la época de los setenta también se vive una legitimación de la violencia de manera explícita. ¿Ves algún paralelo con el proceso actual?

Sí, no sé si es paralelo o es que las sociedades humanas son adeptas a sublimar la violencia. Esto empieza con la figura del héroe, con el oficio militar, con el uso de las armas que, para emplearlas, hay que entusiasmarse con ellas. Esa tendencia es muy grande y ahora hay muchos grupos que están exaltando la idea de la violencia en Chile. No es lo que lo define completamente, pero en todo este movimiento actual, también en alguna medida en las universidades, está la idea de que no se puede tolerar nada y que la violencia injusta proviene del Estado, de la policía, de las FFAA, del “sistema”. Y está también la idea de muchos adversarios, aunque mucho más instalada en los sesenta que ahora porque era más parte de la historia de las intervenciones, los militares como última línea de defensa.

Mario Góngora decía que la UP estaba dentro de estos otros dos grandes proyectos de planificación global, ¿compartes esa tesis tanto en lo general de las planificaciones globales como en lo particular con respecto a la UP?

Sí, la idea de reoriginar la sociedad es muy fuerte en el marxismo moderno, la idea de un cambio radical. Para Marx eso sería un gran y violento hecho explosivo, pero lo nuevo iba a nacer porque estaban en el seno de lo antiguo, o sea, la revolución es un proceso natural. El marxismo del siglo XX es marxismo revolucionario de Lenin, por decir un nombre, es la acción de crear una nueva sociedad. Está muy fuerte en Chile e implicaba una economía planificada, pero también la idea de reoriginarse desde cero.

¿Y cuánto de esa idea de las planificaciones globales explica lo que ha pasado en Chile desde los noventa en adelante? Pensando un poco también en el contexto internacional de caída de los grandes relatos.

La libertad económica posterior a la Unidad Popular también fue planificada, y por el Estado. Reconozco que puede ser exagerado decirlo así, pero cuando se decía “hay libertad”, no era una libertad política; eso fue impuesto incluso a muchos empresarios amaestrados en el antiguo sistema Corfo. Hubo muchas quiebras tanto por crisis como porque eran incompatibles con la nueva economía. Además, la economía moderna también tiene conglomerados gigantes y parece inevitable que en general sea así (el asunto es que tengan competencia), donde la planificación racional tecnocrática en el sentido más absoluto ha ocupado un papel relevante.

Esa idea de revolución que está tan presente en la segunda mitad del siglo XX en Chile, ¿está presente hoy día de alguna manera?

Tiene varios sentidos el término revolución, a veces es más un horizonte que una realidad. Para muchos y decisivos en 1970, revolución significaba avanzar a esos sistemas. Sobre si ahora, cincuenta años después, está presente: no, se ha desdibujado. Se usa el concepto de revolución, pero la idea no tiene la fuerza semántica que tuvo hasta los setenta. Ha terminado significando la idea de destruir el sistema. Hay un fenómeno, porque se habla mucho de anarquismo; yo creo que es una buena definición de lo que pasa, un sentimiento anarquista, un sentimiento antisistema, un enardecimiento de contracultura activista bastante masivo.

Pero sin una alternativa concreta como podría existir en ese entonces.

No, pero sí hay una crisis institucional en Chile grave, de la cual van a emerger líderes que la conduzcan, como pasa en toda sociedad humana. Son liderazgos que pueden llevar a una sociedad atomizada, manejada en el fondo por ambientes como el narcotráfico, y en la superficie hay figuras o caudillos a los que la gente le cree por un tiempo.

Historia y educación cívica

Quería llevarte a la arena histórica y de educación cívica o el rol que cumplen los historiadores en Chile. Siempre está la polémica —en la cual participan los historiadores— de que se eliminan ciertas horas a las disciplinas de historia o educación cívica. ¿Dónde te ubicas tú en estos debates?

Tengo que decir que en el XIX los pocos historiadores sin embargo entraban al debate público. En el XX eso se apaga, aunque hay excepciones como Encina o, en alguna medida, y pisándole los talones, Jaime Eyzaguirre. Como que los historiadores se retiran y eso coincide con el crecimiento de la historiografía académica hacia mediados de siglo. Está la figura de Mario Góngora que también tuvo una juventud de activismo político, luego un retiro absoluto y, solo en una última etapa, cierto activismo intelectual y algo de político. Pero no había un debate público de historiadores. Estaba la posición de la historiografía marxista en los setenta que confluye en la izquierda, pero no hay debate tan intenso al interior de la sociedad como el que vemos ahora. Que los historiadores ingresen a la escena pública es algo nuevo, un poco mi generación y antecedido por el mismo don Mario, Héctor Herrera, Sergio Villalobos, Gonzalo Vial y desde el exilio también historiadores como Gabriel Salazar. En mi generación esto se hizo más general y especialmente en función del estudio de la historia contemporánea que estaba abandonado en Chile. En el sigo XIX los escritores e historiadores escribían historia contemporánea, en el siglo XX no. A partir del 73 apareció la pregunta: “¿qué ha pasado?”, “¿qué es Chile?”. Debate medio soterrado pero importante —que merecería un estudio— después de 1973, sobre si Chile había sido o no democrático. Porque parte de la izquierda decía: “no, es que hemos perdido la democracia”, pero en 1970 afirmaban que lo único democrático era lo que esa misma izquierda representaba. En otra esquina: “es que no había democracia”, solo totalitarismo latente. ¿Cómo es la cosa? Fue la apertura de un debate relevante.

Volviendo a esta discusión sobre la importancia de la historia en un mundo hiperconectado, hiperglobalizado, hiperinformado, donde la inmediatez es muy importante. ¿Cuál es el lugar que se le da a la historia? ¿cuál es el lugar que ocupa la historia y la reflexión que tenemos como sociedad acerca de nuestro pasado?

Ha habido un fenómeno en estas últimas décadas, en que el país está invirtiendo más en el estudio de la historia, en la investigación de la historia, en la historia académica. Nunca ha habido tantos historiadores dedicados a la historia con sueldos universitarios. Sin embargo, se da también el contraste con un desinterés en la lectura de la historia. Ahora, me han dicho que eso ha cambiado, que se están viendo libros de historia en las librerías, pero me temo que es un fenómeno pasajero.

Tú eres más escéptico al observar este fenómeno…

Soy más escéptico, creo que el interés por la historia existe, está siempre latente en el ser humano, y se habla de la memoria. Esta se está pareciendo mucho al concepto de ideología, memoria significa tal y cual cosa, y pobre del que no comulgue con lo políticamente correcto. ¿Qué es memoria? Algo más complejo. El ser humano es memoria y olvido, no sé si llamarlas facultades o no; olvido es pérdida. Y sabemos por Borges que el que es memorioso en el fondo no sabe nada. La verdadera memoria exige selección, y por ende ahí comienzan los problemas. Es una autoconciencia existencial. En países como los nuestros hay escasa conciencia histórica en ese sentido, comparado con Europa y Estados Unidos, quizás con Argentina; las familias en Chile tienen pobre conciencia de su propia historia; tenemos, porque todos caemos en este pecado. No sé, esta es una observación subjetiva. Si a un colega en Europa o en Estados Unidos, uno les pregunta sobre sus familias, saben dónde estudio su padre, qué hizo, cómo le fue en la universidad o qué fue, sus orígenes, etc. Dan una visión más exacta que la que dan acá, donde incluso los hijos de grandes personajes tienen una visión anecdótica, vacua, de sus padres o abuelos y cuentan un chiste sobre ellos. Es cierto, a veces que entre los padres e hijos hay un pozo invisible.

La tradición historiográfica de Barros Arana, Amunátegui o el mismo Encina, genera la idea de “Chile, país de historiadores”, que compite con el “Chile país de poetas”. Esa expresión, ¿tiene algo de cierto?

Lo que pasa es que todos esos historiadores fueron también parte de la República que se construía, por eso tuvieron influencia. La gente dice: “ya no hay rectores como Andrés Bello”. No los va a haber, no puede haberlo porque Andrés Bello fue rector, político, intelectual, hacía todo, como un maestro chasquilla. En el siglo XX ya no podía ser así. Esa imagen de “Chile, país de historiadores” sospecho que es más una idea nuestra y no que desde fuera nos miren como país de historiadores.

¿Cómo ves, en términos generales, el estado actual de la historiografía chilena?

 Muy diversificada. Experimenta todo el flujo de esta nueva historia político cultural social, no sé qué tantos adjetivos ponerle, está muy en boga y ya no está la discusión que había en mi época, entre marxistas y no marxistas, que era fuerte en el Chile intelectual. Historiadores había pocos. Empieza, luego, toda esta historia cultural, pero también una historia de activistas, el historiador quiere transformar a la sociedad. Esto sigue fuerte, importantísimo, en la crisis actual. He escuchado varias veces: “toda la culpa de esto la tienen los profesores de historia que le han metido esto a los estudiantes”. Y hay algo de cierto en eso, hay una atmósfera.

Pero tú crees que eso es consecuencia de cierta historiografía.

Lo digo de esta manera. La historia académica se ha instalado más en la universidad y eso influye en la enseñanza y en la formación de una intelligentsia; al mismo tiempo —gran paradoja—la lectura de la historia es escasa, muy escasa. La novela histórica, eso si, tiene gran éxito, en un sentido extenso del concepto de novela.

¿Qué acentos, escuelas o diálogos alrededor de ciertos temas, tú crees que enriquecen nuestros debates historiográficos como elementos positivos a destacar?

El incremento de los actores de la historia; quiénes son los actores de la historia, hombres, mujeres, niños, sentimientos, la situación de los diversos grupos sociales, la historia de la moda, la psicohistoria, tendencias que han ayudado a hacer más compleja nuestra comprensión histórica.

Y la contracara de esto, ¿cuáles serían los aspectos negativos?

La rigidez, el sentido de escuela en sentido estrecho que hay en todo esto; que hay que decir tales y determinadas cosas. En los noventa y en la primera década del 2000 era hostigoso confirmar cómo todos los estudiantes del único que hablaban era de Foucault. Yo leí a Foucault en los setenta y nunca imaginé que iba a ser como el nuevo Marx. Se trata, en alguna medida, de una influencia tan fuerte que termina limitando las preguntas y fijando esta idea de que todo es un montaje, una hegemonía. Nuevas generaciones de historiadores no siempre desarrollan la sensibilidad para digerir las tendencias que se suceden, y no basta la cita de obras canónicas.

El origen de la vocación y los distintos maestros

¿Cómo llegas a la historia y al oficio de historiador?

De varias maneras. Una es que empecé a leer desde niño. Desde el comienzo me apasionó la combinación de historia con la actualidad. No vengo de una familia de intelectuales, pero en ella se comentaba el acontecer: la Guerra Mundial, la Revolución Rusa, y todo eso a mí a mí me impresionaba. Tengo vagos recuerdos de haber visto, en esos noticiarios que habían antes en el cine, acerca de la Revolución Húngara. 1957 fue un punto de inflexión, empecé a ocuparme y preocuparme de la historia reciente. Comencé a leer diario de a poco, entre el año 57 y el 60. Entre los 9 y 12 años inicié la costumbre que tengo hasta hoy de leer todas las noticias internacionales; me interesaba lo que pasaba en el mundo. Recuerdo mucho cuando leí un artículo sobre Nikita Khrushchev en 1957, que comenzaba algo así como, “más dicharachero, más simpático, más chistoso que el viejo zorro de Stalin, pero igualmente el dictador”. Me quedó metido. Después no paré.

Desde 1960 en adelante escuchaba sistemáticamente el noticiero internacional y leía sobre la Segunda Guerra Mundial, historia del siglo XX, el comunismo. En un momento dije no voy a ser historiador y voy a ser profesor de enseñanza media. La universidad parecía una ambición que me quedaba grande. Yo era un joven rebelde en los años sesenta, no fui marxista porque fui incapaz de creer en eso, aunque era tentador de repente ser marxista. Lo que triunfa tiene un arma adicional: va convenciendo a la gente de que el futuro va para allá y que esto es algo fantástico y lleno de sentido. Como todo nuevo delirio, marxismo, fascismo, lo que pasa ahora. O con el islamismo radical. Cuánta gente indiferente a lo religioso, sin embargo, se encuentra con la ola y sucumbe, es su salvación. Entonces no fui marxista, en general no creí, pero percibía su magnetismo, nido de la tentación totalitaria. Observación típica de adolescente joven o primerísima juventud, que los marxistas, en términos comparativos, les iba mejor con las mujeres que al no marxista. Impactante a esa edad, qué le vamos a hacer. Tampoco fui hippie, no es mi estilo; pero fui otro tipo de rebelde, silencioso, en cuanto escogí un oficio intelectual.

¿Qué figuras, lecturas, profesores o intelectuales públicos de esos años te llamaban la atención?

Yo ya leía sobre Ortega, Nietzsche (poco), Spengler y Toynbee entre el último año de enseñanza media y al comenzar la universidad. Ortega y Arnold Toynbee siguen como héroes para mí. El segundo tendrá defectos; era y es una gran figura con un mérito, y su escritura entusiasma en el conocimiento histórico. Todavía lo leo al azar. En la academia, a veces quienes critican acerbamente al “mercado” desechan a los historiadores del pasado porque estarían “superados”. ¿Qué es eso? Una lógica servil a las ciencias duras. En ese entonces mi interés no iba por la historia de Chile. Quería saber y explicar sobre la historia universal, la Guerra Fría, las guerras mundiales. Todo eso sigue siendo mi pasión. 

Y sobre tus profesores en la Universidad de Valparaíso, ¿cuáles son algunos de los que te marcaron especialmente y qué aprendiste de ellos?

Ahí tuve a don Héctor Herrera, que fue uno de mis grandes maestros. Había profesores jóvenes, somos amigos todavía; soy contemporáneo con Roberto Silva, que se dedicó a crear una cadena de diarios regionales; y de Baldomero Estrada, especializado en historia de las inmigraciones. Fui ayudante con Marco Antonio Huesbe, doctorado en Alemania, gran experto en la historia constitucional y pensamiento político moderno. En 1966 y 1967 asistí a dos seminarios con don Mario Góngora. Él dictaba clases en la Universidad de Chile y en la Católica en Santiago, en la sede de la Chile en Valparaíso y en la Católica de Valparaíso. Inicié una larga relación con él, uno de los grandes intelectuales chilenos y latinoamericanos del siglo XX. Desde una segunda o tercera fila recibí el influjo de la Escuela de Arquitectura de la UCV, sobre todo de Godofredo Iommi, con el que conversé mucho en la segunda mitad de los setenta.

¿Hay una cierta tradición intelectual que te ligue a una visión compartida en términos disciplinares, intelectuales o ideológicos? Pienso en nombres como Héctor Herrera, Ricardo Krebs o Mario Góngora. ¿Cómo lo ves tú? ¿Hay una tradición ahí?

Sí, hay algo de eso, aunque resultó algo distinto quizás a cómo don Héctor Herrera imaginaba. Con todo, en las grandes líneas sí fue clave en mi formación, hablando en términos historiográficos. Hay con ellos una valoración compartida de los modelos que surgen en la historia, modelos comprendidos como fenómenos permanentes a los cuales el ser humano vuelve por los caminos más enredados que existen. Por ejemplo, y esto que digo no lo hubiera dicho él, pero a la caída de Dios surgen los ídolos que son una especie de seudo dioses, entonces ese fenómeno está.

Pensando que hay gente que se dedica más a la historia desde los archivos, otros que se dedican más a la historia intelectual como es tu caso, ¿cómo definirías tú tu modo de hacer historia?

Tengo dos amores en esto: por un lado la historia intelectual, la historia política, y por otro la historia de las relaciones internacionales, por este gusto mío lo que pasa en la política mundial, la historia de la Unión Soviética, Estados Unidos, las guerras mundiales, etc. Y entremedio se me metió Chile, la historia de Chile; mas, siempre me apasionó el presente de Chile.

¿Y se pueden equilibrar esas distintas facetas?

Es difícil porque uno sacrifica una rigurosidad, profundidad en uno de los dos campos, pero otro lado, así como me ha interesado la teoría política, la filosofía y un poco la literatura también, sobre todo las novelas. Le digo a mis estudiantes que la historia está en las novelas, no porque la historia sea como se explica en las novelas, pero explican al ser humano como es. En otro sentido esto de moverme en dos especialidades, lo señalo con precaución, creo que ha enriquecido mi observación.

Esto es importante, porque has escrito sobre historia de Chile, relaciones internacionales, pero también acerca de George Orwell, Anais Nin, Thomas Mann… ¿qué puede aportar la literatura al tipo de historia que te interesa desarrollar?

Una visión del ser humano, la visión del ser humano contemporáneo, moderno, digamos, una visión de cuáles son los principales problemas o un punto de vista histórico en el sentido de cómo responden ellos a la experiencia histórica moderna. Y también a los que son maestros personales, los maestros de la lectura y los maestros en la conversación, son tres tipos de maestros que he tenido. Los de juventud fueron Spengler, Ortega, Toynbee; después Jünger, Octavio Paz, George Steiner y Czeslaw Milosz.

Y porque en ellos encuentras la experiencia del ser humano más que cierta información o ciertos datos.

En ellos se encuentra una reflexión sobre la modernidad, sobre qué hay de trascendente y no trascendente en esto, de permanente en todo lo que pasa, y también lo que hay en todo elemento de ilusión, de engaño. Va más allá de la modernidad: Antígona de Sófocles sigue explicándonos nuestro presente.

Algunos libros de Joaquín Fermandois: