Columna publicada el domingo 23 de agosto de 2020 por El Mercurio.

¿Cómo enfrentar los flujos migratorios? La pregunta es delicada y, por varios motivos, se resiste a cualquier simplismo. Por un lado, es innegable que se trata de dinámicas difíciles de controlar, en la medida en que remiten a lógicas globales que exceden el cuadro nacional. Por otro lado, también es cierto que ningún país puede limitarse a observar lo que ocurre, sin buscar gobernar de algún modo esas presiones. Después de todo, el arte político consiste precisamente en intentar darle una dirección a fuerzas que no dominamos completamente: lo propio de la virtud política, decía Maquiavelo, es conducir a la fortuna.

Sin embargo, nuestra izquierda parece haber dejado de creer en esa virtud y en esa posibilidad. En efecto, senadores opositores han ingresado sendas indicaciones a la ley de migración, cuyo principal rasgo es rendirse frente al fenómeno. Así, una de ellas pretende regularizar automáticamente a quienes estén en territorio nacional noventa días después de promulgada la ley; y la segunda, autoriza a informar que se viene a buscar trabajo al ingresar al país, sin trámites consulares previos (esto se ha llamado “turismo laboral”). No es necesario ser adepto de la teoría de la elección racional para comprender que, así formuladas, estas medidas constituyen un incentivo muy fuerte para venir a Chile. En tiempos de crisis económica, surge una pregunta inevitable: ¿necesitamos fomentar ahora la llegada de inmigrantes?

En rigor, parte de la izquierda considera que la pregunta es ilegítima. De hecho, lo ocurrido durante el segundo gobierno de Michelle Bachelet es instructivo al respecto. En ese período se produjo un elevado ingreso de haitianos a Chile. Como no se les exigía visa, entraban como turistas, y luego buscaban trabajo. Si el año 2015 más de 12 mil se quedaron en Chile, el 2016 fueron 44 mil, y el 2017 más de 100 mil. El Gobierno estaba advertido de la situación, pero prefirió no hacer nada.

Para explicar esta decisión, Rodrigo Sandoval (director del Departamento de Extranjería y Migración en ese entonces) ha esgrimido que la exigencia de visa solo habría incitado el ingreso irregular. Para Sandoval, el Estado carecía de herramientas para controlar estos flujos, porque los motivos de esos migrantes, en sus palabras, “tenían que ver con los incentivos que existían en Haití para venir a Chile” (“El Mercurio”, 19 de agosto). En otras palabras, Sandoval afirma que mientras no se resolviera la situación en Haití —cuestión que podría tomar décadas, y que escapa a nuestra potestad—, ni siquiera vale la pena intentar una regulación. Al margen de que no tenemos frontera con Haití (lo que limita la entrada irregular), la explicación supone que ninguna política migratoria sería operativa. La única perspectiva coherente con ese punto de vista son las fronteras abiertas.

Confieso que me resulta difícil imaginar una abdicación más radical de la política. En el fondo, la máxima de Sandoval parece haber sido: no haré nada mientras no mejore la situación en Haití; y si mejora, tampoco tendré mucho que hacer, porque el flujo se reducirá espontáneamente. Vaya modelo de funcionario. Por cierto, ni una palabra respecto de las condiciones en las que viven los haitianos en Chile, o de los fraudes que indujo su decisión (cuyas víctimas fueron los inmigrantes). Esa actitud puede —quizás— ser legítima desde una ONG, pero resulta completamente delirante desde la repartición encargada de controlar el ingreso a Chile. ¿Cómo puede estar a cargo de las fronteras quien, a fin de cuentas, no cree en ellas?

Si la izquierda ha alcanzado tal nivel de contradicción performativa, es porque su universalismo entra en abierta tensión con la idea misma de nación. Gobierna países, pero sueña con un mundo unificado. Por lo mismo, encuentra enormes dificultades para hacerse cargo de un hecho elemental: bajo ciertas condiciones, la población percibe el flujo migratorio no regulado como una amenaza. Y dado que no lo capta, se refugia en la condena moral y el maniqueísmo (acá los buenos y acogedores; allá los malvados y egoístas). La razón de esto es simple. Los costos de la migración desordenada no recaen en los políticos moralistas y cosmopolitas de buen pasar, sino en los más vulnerables. Sobra decir que esa ceguera del progresismo es el mejor combustible para el surgimiento, desde otros sectores, de una retórica irresponsable.

Cabe agregar que la prevalencia de este discurso también tiene consecuencias teóricas. Por de pronto, es extraño reivindicar la voluntad política para gobernar las fuerzas del mercado y realizar cambios estructurales y, al mismo tiempo, afirmar que en este plano el Estado es impotente. Al adherir a la doctrina del desarraigo y del movimiento ilimitado, la izquierda refuerza, sin advertirlo, el fundamento de aquello que quisiera combatir. Además, si deseamos avanzar hacia algo así como un Estado de bienestar sustentable, será indispensable limitar de alguna manera el acceso al país: no hay otro modo de cuadrar el círculo.

Chile ha sido siempre una tierra de acogida, y debe seguirlo siendo. No obstante, recibir a quienes vienen a nuestro país exige hacerlo de modo ordenado, ofreciendo condiciones de vida dignas, y con plena conciencia de que flujos mal absorbidos producen tensiones inevitables. El problema no es tanto moral como político, aunque se resistan a comprenderlo quienes, ignorando a Maquiavelo, prefieren mecerse en la ilusión cosmopolita.