Columna publicada el martes 12 de mayo de 2020 por El Líbero

“Acá hay personas y no nacionalidades”. Eso dijo hace un par de semanas José Tomás Vicuña, director del Servicio Jesuita a Migrantes, para referirse al foco de coronavirus en un cité en Quilicura, donde viven decenas de inmigrantes de Haití. “El gran problema no son los haitianos, ha sido el racismo”, aseguraba Vicuña, condenando los inaceptables gritos, piedras y empujones que provocó la negativa de algunos inmigrantes a tomar los resguardos sanitarios.

Aunque es indudable que hubo mucho de discriminación y racismo en estas reacciones, la situación también sugiere que los efectos de la inmigración no se reducen a esas categorías, ni se terminan cuando los extranjeros cruzan los pasos fronterizos. De hecho, a propósito del mismo conflicto en el cité, el médico haitiano Emmanuel Mompoint señaló que es un error creer que los pacientes de su país tienen la misma forma de entender el proceso de salud y enfermedad que los chilenos. Muchos de estos inmigrantes vienen de una realidad donde, por ejemplo, no se concibe estar enfermo sin tener síntomas. Una señora que vive cerca del foco de contagio decía que, dado que los haitianos están en Chile, deben respetar la cultura de nuestro país. ¿Se equivocaba esta vecina? ¿O hay ahí un atisbo de verdad que merece una más cuidadosa reflexión antes de ser rechazado?

La lamentable escena de Quilicura puede explicarse, en parte, como reflejo de los choques culturales que provoca la inmigración. ¿Qué debe hacer el Estado en esta situación? ¿Respetar la manera en que los haitianos conciben la salud, u obligarlos a comportarse según lo que disponen las normas sanitarias? Respecto del coronavirus, la respuesta es más o menos evidente. Al estar en riesgo la vida de la población, es lógico que las autoridades utilicen todos los medios para evitar el contagio, incluyendo la fuerza pública.

La pregunta, sin embargo, es qué hacer en aquellas situaciones donde el límite no es tan claro. Los inmigrantes traen a Chile riqueza cultural, pero también puede ocurrir que ciertas creencias o costumbres foráneas entren en conflicto con las nuestras. Si consideramos que algunas proyecciones sugieren que la crisis económica mundial disparará la inmigración hacia nuestro país, es probable que este tipo de tensiones se agudicen y extiendan más allá del ámbito de la salud.

El académico de la Universidad de Oxford, David Miller, señala en su libro Strangers in our midst que la pregunta sobre cómo equilibrar el apoyo al pluralismo cultural con la defensa de las creencias de cada país es uno de los principales desafíos de los Estados que reciben inmigrantes. Para responder esta interrogante no hay soluciones homogéneas, pues cada sociedad debe ser capaz de encontrar criterios ecuánimes para distribuir las cargas y los beneficios de la inmigración entre sus ciudadanos y los extranjeros. La aproximación planteada por Miller implica, entre otras cosas, que el proceso de integración de los inmigrantes no debe ser, a diferencia de lo que solemos creer, responsabilidad exclusiva de la sociedad de acogida, sino que un trabajo recíproco que depende tanto del extranjero que llega como del Estado (y la sociedad) que lo recibe.

A pesar de las consecuencias de no abordar adecuadamente estas tensiones (basta observar la experiencia de Francia o Alemania), en Chile sigue siendo muy complejo plantear la reflexión, pues el inmigrante es, al mismo tiempo, idealizado por unos y criminalizado por otros. Resulta esencial, entonces, que este debate salga de su dimensión exclusivamente moral. El racismo y la discriminación pueden ser categorías útiles, pero se vuelven insuficientes cuando son la respuesta que intenta explicar a priori todos los conflictos. Denunciar las injusticias no basta para hacerse cargo de sus complejidades, ni tampoco permite erradicarlas: si queremos limitar su expansión hay que quitarles alimento. Y para ello es clave que no todo choque cultural sea catalogado como producto del racismo. De lo contrario, mucha gente que sufre problemas reales vinculados a la migración, que no nacen de un miedo irracional y que seguramente aumentarán con la crisis económica, comenzará a entenderse a sí misma como racista, sin serlo en principio.

En otras palabras, si queremos que los extranjeros se integren a nuestra sociedad, debemos intentar resolver las diferencias culturales que surgen de su encuentro con los chilenos en distintos ámbitos de la vida. Para ello no hay otra herramienta que una deliberación política que evite reducir asuntos complejos a una sola dimensión.