Columna publicada el domingo 28 de junio de 2020 por El Mercurio.

Al iniciar su segundo gobierno —hace largos dos años y cuatro meses—, el Presidente Piñera recurrió con frecuencia al concepto de segunda transición. La idea era replicar la épica de los años noventa, que permitió alcanzar amplios acuerdos. En el horizonte del primer mandatario estaba, sin duda, la figura de Patricio Aylwin; Sebastián Piñera quería ser el nuevo Aylwin.

La tarea, sobra decirlo, tenía muchas dificultades: el tiempo no vuelve atrás. La nostalgia de los políticos por épocas pretéritas suele ser nociva, porque les impide asumir el presente. Se convierten en anticuarios que miran hacia atrás, y desdeñan el entorno más inmediato. Desde luego, el pasado puede inspirar, pero el recurso solo funciona si va acompañado de un proyecto, que en este caso nunca se especificó más allá de la crítica a la Nueva Mayoría. De hecho, la referencia a la primera Concertación no le habla a una parte importante de la población, que no vivió esa etapa de nuestra historia (y eso no puede ser motivo de reproche). El mejor síntoma del extravío piñerista lo constituyó su primer gabinete, que logró la proeza de ser al mismo tiempo de choque (“sin complejos”) y noventero: la receta perfecta para el fracaso. Con todo, el Presidente quedó atado a esa retórica; y hasta el día de hoy parece empeñado en intentar convertirse en una especie de padre de los chilenos —de allí el uso y abuso de la metáfora familiar, como si la política pudiera reducirse a vínculos domésticos.

Si se quiere, en ese primer error de lectura está contenido el pecado original de esta administración, y desde allí se encadenan los tropiezos siguientes. El deseo de regresar a los añorados noventa no logró ni fortalecer a los propios (no hubo discurso consistente para ello) ni atraer a parte de la oposición (no hubo un programa atractivo). Esto no debe extrañar, pues en 1990 había un centro político hegemónico, que reflejaba el estado de ánimo de las grandes mayorías. Por distintos motivos, eso dejó de existir. Si la DC de los años sesenta pecó por rigidez ideológica, la actual parece naufragar en sentido contrario: su identidad es cuando menos difusa; y no disponemos de otro centro político. Nuestro escenario vive un proceso de polarización cuyas causas son profundas, y no lo superaremos con buenas intenciones.

Las consecuencias de la mala lectura inicial se hicieron nítidas con el paso del tiempo: mientras el Gobierno buscaba esa segunda transición como niño corriendo tras el arcoíris, otras fuerzas profundas se movían en una dirección muy distinta. Naturalmente, era imposible anticipar tanto el estallido de octubre —al menos en sus manifestaciones concretas— como la pandemia que nos azota. Tampoco era previsible que buena parte de la oposición fuera a embarcarse en una enorme empresa de desestabilización, incluyendo una acusación constitucional contra el primer mandatario. Pero si bien es obvio que el Gobierno no la ha tenido fácil, también debe decirse que cuenta con muy pocas herramientas políticas e intelectuales para hacerle frente a la coyuntura. Puede decirse que este gobierno se construyó bajo el supuesto del fin de la historia —no hay nada sustantivo que decir ni que hacer más allá de mirar al pasado—, y esta se cobró su revancha. La vieja fortuna de Maquiavelo sigue más viva que nunca.

Con todo, mientras antes se corrijan los diagnósticos errados, más muebles podrán salvarse. A estas alturas, el Presidente debería simplemente tomar nota de que su persona es objeto de divisiones muy profundas, y que su destino no será ni remotamente parecido al de Patricio Aylwin. En ese contexto debe comprenderse la disputa constitucional que vivimos. Desde el martes 12 de noviembre, el Congreso viene presionando por un cambio de régimen político (en el horizonte está el fin del presidencialismo), y nada indica que ese esfuerzo vaya a detenerse. La cuestión es extraordinariamente delicada, y no tiene que ver únicamente con Sebastián Piñera, sino con la función que ocupa.

El futuro es incierto, y nadie tiene clavada la rueda de la fortuna. No es imposible que la pandemia atenúe los efectos de octubre, y que el miedo modere las expectativas: al final de esta historia, seremos más pobres. Quizás ese escenario inédito le permita al Presidente abrir una nueva etapa. No será una segunda (ni tercera transición), pero su acción no será menos decisiva. Después de todo, no es exagerado suponer que en los próximos meses el país se juega varios decenios. Si el mandatario quiere conducir bien el proceso, ha de cumplir con algunos requisitos que no le serán nada de fáciles. Por de pronto, debe dejar la nostalgia, y escrutar el presente más que el pasado. Al mismo tiempo, tiene que disminuir drásticamente su exposición (que irrita más que tranquiliza) y dar espacio a otros jugadores (no podrá contener solo toda la presión). Por último, es indispensable abandonar los aspavientos y la retórica exitista que lo acompañan como su sombra: su triunfo será discreto, o no será. En el fondo, la única salida del Presidente consiste —hoy más que nunca— en negarse a sí mismo.