Entrevista publicada el domingo 5 de julio de 2020 por El Mercurio.

Por Paula Coddou.

Cuando era estudiante de antropología, en el Campus Juan Gómez Millas, en los años 2000, Pablo Ortúzar era anarquista. Esa experiencia, que contó en una larga columna en Ciper durante el estallido social, aparece y no en las antípodas de los que es hoy. Porque aunque es un hombre de derecha, no abandona el espíritu crítico y contestatario, que plasma en sus columnas políticas en La Tercera, reflejando una sensibilidad que se inscribe en su lugar de trabajo, el IES (Instituto de Estudios de la Sociedad), donde es investigador asociado.

–¿Por qué fue cambiando políticamente?

–No soy un converso. Todo mi vida he sido, en alguna medida, un forastero en tránsito. Me hago ideas sobre el mundo y las voy modificando en la medida en que la experiencia y la reflexión me van guiando hacia otro lado. Eso no me acompleja, pero enoja a las personas que creen que modificar lo que uno piensa es como cambiarse de equipo de fútbol, que generalmente han crecido con ataduras existenciales más fuertes.

Después de hacer un máster en sociología de sistemas, también en la U. de Chile, hoy está en Oxford, sacando un doctorado en teoría política, aunque por estos días está pasando la pandemia en Edimburgo, donde su mujer está haciendo un máster en derecho. La tesis de Ortúzar es sobre los orígenes históricos del principio de subsidiariedad, que ubica en la tradición judeocristiana en vez de en la filosofía griega clásica, tema que lo tiene leyendo a Pablo de Tarso y Filón de Alejandría.

Fue un paso de tres años por la Escuela de Derecho de la Chile, en la época de las tomas de 2011, lo que giró definitivamente su rumbo político. “De antropología me fui a un ambiente que era más ordenado, donde había clases y se estudiaba. Pero a los dos años, era una copia del Campus Gómez Millas”, recuerda.

­–¿Eso influyó en su evolución política hacia la derecha?

–Estaba muy decepcionado cuando salí de antropología, me había vuelto más bien escéptico. En Derecho, el proceso de instalación de estas dinámicas de tomas me convenció de que había que luchar contra eso, porque terminan destruyendo las instituciones por dentro.

­En 2013 trabajó en la campaña para la primaria presidencial de ChileVamos del actual senador Allamand, y después fue encargado cultural de Evelyn Matthei, “cuando nadie ya daba un peso por esa campaña presidencial”, recuerda.

–¿Hoy dónde se ubicaría dentro de la derecha? ¿Derecha social?

–Me considero de derecha porque es muy fuerte la desilusión que tengo respecto del mundo de la izquierda. La derecha puede ser rearticulada en un proyecto viable. Ahora, siempre estoy en el lado de los outliers, por eso siempre las peleas con Libertad y Desarrollo y con ese mundo economicista.

–Cuando estuvo en el consejo de ChileVamos tuvo un encontrón fuerte con la gente de Libertad y Desarrollo. ¿Cree que en este gobierno se debaten dos visiones económicas y políticas?

–Al menos dos. Hay gente que piensa que el programa de la derecha debe reducirse a defender “la obra” del régimen militar, que defiende a brazo partido hasta las isapres, agitando el cuco comunista. Y hay otros que creemos que es necesario un impulso reformista, que las cosas útiles del pasado pueden volverse lastres u obstáculos en el presente, y que la derecha debe inspirarse hoy en lo mejor que tuvo la Concertación, actualizar ese legado reformista, porque es la ausencia de reformas oportunas lo que genera las revoluciones.

–¿Diría que tras octubre “la derecha social” se ha fortalecido?

–Va creciendo una mirada de inspiración más concertacionista, de subsidiariedad integral, que Chicago-gremialista, de subsidiariedad negativa. Pero está en pañales y amenazada por la tentación de caer en discursos paternalistas.

–¿Cree que un liderazgo como el de Mario Desbordes se adecua más a lo que debiera ser la derecha?, ¿o el de Evópoli?

–Desbordes mostró un liderazgo clave en un momento preciso, y está haciendo un esfuerzo constante por procesar y representar los anhelos de la clase media. El problema es que no tiene todavía un equipo sólido que lo apoye en ese camino. Entonces su personaje a veces amenaza con comérselo, como cuando critica a “los economistas”, como si se pudiera gobernar sin un programa económico sólido. Si evita la tentación de adular a la clase media en vez de dirigirla, tiene una excelente proyección. El “dream team” que uno podría imaginar para la próxima presidencial sería Lavín arriba, con su programa de reconciliar los dos Chiles, Desbordes de segundo a bordo y Briones, que es lejos lo mejor de Evópoli, en Hacienda.

El “Tunquén chico”

–Por su historia, usted es un buen anatomista del Frente Amplio, imagino. ¿Cómo los ve hoy?

–Viven en la contradicción entre medios y fines. Quieren más Estado, pero no tienen proyecto para reformar el aparato burocrático. Quieren dar seguridad económica a las familias del país, pero son siempre los que tiran los proyectos técnicamente más débiles. Van a tener que aprender luego, como decía Churchill, la diferencia entre ser útil y ser importante: pueden hacerse los lindos a punta de tejos pasados, o tratar de ponerse a la altura de sus ideales.

–Una vez llamó “fanático” a Fernando Atria. ¿Piensa que él ha sido dañino para el Frente Amplio?

–Fernando Atria es el doble de inteligente que la mayoría de nosotros, y la mitad de inteligente de lo que él cree. Por eso termina aislado.

–Habló en una charla que hay una guerra entre “Tunquén y Zapallar”, y llamó a una tregua para que se detenga. ¿Para usted esta es una disputa entre élites?

–Nuestro desarrollo capitalista no solo generó una amplia y frágil clase medio, sino también un fenómeno que Peter Turchin llama “sobreproducción de élites”: demasiada gente calificada disputándose los mismos espacios de influencia, hoy controlados por generaciones anteriores. Este conflicto se agudiza a partir del 2010, cuando la Concertación pierde el control del aparato burocrático –que sostenía a mucha de su clientela– y aparece el Frente Amplio, que viene a disputarles a sus padres la conducción política. La derecha, en control del aparato estatal y con fuertes redes en el privado, acapara mucho y se rompen los equilibrios, o la repartija, de la transición. Al estar la embarrada arriba, se hace muy difícil generar reformas consensuales que se hagan cargo de los graves problemas que emergen desde abajo. No hay incentivos para el consenso.

–¿Cree que el Frente Amplio no pudo romper ese eje entre dos élites?

­–El Frente amplio es el Tunquén chico. Los tunquencitos. Y lo que necesita, al igual que la derecha social emergente, es una especie de Cieplan que les dé quilla técnica de mediano y largo plazo a sus ambiciones. Sin eso, ambos proyectos arriesgan terminar como mera performance.

Fantasmas del 91

–El sábado pasado, haciendo una comparación con el fútbol, criticaba la falta de juego en equipo. Partiendo por el Gobierno, que quiere “lucirse solo”; la oposición, “gobernar sin ser electa”; “jueces que quieren legislar; legisladores que se ponen sobre la Constitución”. ¿Es jugar solo o es crisis institucional?

–En parte es una cultura winner que solo premia a los que se lucen. Eso hace que todos abandonen sus roles a cambio de quince minutos de fama. Por otro lado, es una clase política que se ha ido degradando y arrastra con ella a las instituciones. Y también hay quienes creen saber para dónde va la historia y consideran que saltarse las instituciones es solo apretar el acelerador.

–“¿Hay cierta justificación en resto por la crítica –que usted comparte–de que hay un Estado clientelizado, corrupto, deslegitimado?

–El Estado chileno no es homogéneo. Es un aparato con miles de divisiones. Hay sectores clientelizados e inoperante, así como otros eficientes y profesionales. Pero ni la izquierda ni la derecha se lo toman muy en serio. Las élites no les dan prioridad a las reformas para tener un mejor Estado, y eso tiene que cambiar. Recordemos, por ejemplo, que el drama del Sename es inseparable de este problema.

–Algunos afirman que los que desarman el Estado son los que piden más Estado, ¿comparte eso?

–En parte es cierto, en dos sentidos. Primero, que la izquierda piensa que incentivando el desprestigio de las instituciones existentes, esa degradación no se trasladará a las instituciones reformadas. Y eso es falso. En segundo lugar, ellos piden más Estado, pero no tienen un proyecto para profesionalizarlo. Entonces uno se pregunta si quieren más Estado o más botín.

–Decía que si ni Gobierno ni oposición tienen un proyecto claro de país, “¿por qué no delinear uno conjunto, al menos en sus líneas más gruesas?”. ¿Para eso no está la nueva Constitución?

–Hay demasiadas expectativas sobre una nueva Constitución. Pero si no se redacta a partir de ciertos consensos básicos previos, será un papel inútil. Necesitamos discutir un nuevo pacto entre clases sociales que le dé estabilidad y proyección al país.

–Daniel Mansuy planteaba que quizá una revuelta puede afectar al presidencialismo y darles –paradojalmente– el poder a las oligarquías políticas. ¿No es una lectura muy desde los traumas del pasado balmacedista?

–Al revés, es muy importante recordar que la guerra de élites de 1891 terminó en un pacto oligárquico, así como los radicalismos setenteros terminaron en una dictadura militar. Mansuy destaca que el actual conflicto elitista puede resolverse con una salida que nos deje todavía peor.

–¿Eso es un fantasma para usted?

–Sí. Las élites polarizadas pueden destruir países. Michael Lind analiza este riesgo en “A new class war”. La derecha hoy no está radicalizada solo porque no se siente amenazada, pero eso puede cambiar rápido. A mi generación le tocó crecer en un periodo pacífico, pero uno lee un poco y los libros comienzan a chorrear sangre”.

–“Una promesa de que retomaremos la búsqueda de la alegría que abrazamos en 1990, pero que se nos extravió en el camino. Alegría de una vida tranquila, frugal y digna”, escribió. ¿Está en la onda de recuperar el espíritu de los 90?

–No, de reinventarlo. Creo que la alegría es un horizonte valioso para ser repensado. Que la ambición reformista y gradualista es sana cuando es creíble. Y que la mayoría de los chilenos quiere paz, prosperidad y tranquilidad. Y eso es a lo que necesitamos apuntar: a construir un espacio de clase media que sea un destino tranquilo, digno y feliz para la mayoría del país.

–¿Habrá mayor cohesión social después de todo esto?, ¿o todo lo contrario?

–Dependerá mucho del nivel de daño sufrido y de la reacción de las élites políticas y económicas frente a esta situación. Si no hay tregua entre Zapallar y Tunquén, las cosas solo pueden empeorar. Como sabiamente dijo una vez la presidenta Bachelet, cada día puede ser peor.