Columna publicada el martes 5 de mayo de 2020 por El Mercurio

En entrevista concedida a este medio, Sergio Micco —director del Instituto Nacional de Derechos Humanos— cometió una grave herejía: “no hay derechos sin deberes”, dijo. Esa simple frase bastó para levantar una polvareda, y no fueron pocos quienes acusaron a Micco de relativizar el carácter incondicional de los derechos humanos. Aunque tal imputación no resiste el menor análisis —basta leer la entrevista y considerar la trayectoria de Micco, que habla por sí sola—, la virulencia de la crítica revela bien algunas dificultades que enfrenta la hegemonía del lenguaje de los derechos.

Las sociedades contemporáneas pretenden articularse utilizando como referencia principal —y casi exclusiva— la idea de derechos. Esta noción cumple, sin duda, un papel crucial para limitar el poder del Estado e impedir eventuales abusos y, en ese sentido, son un elemento fundamental del mundo moderno. Sin embargo, también inducen una lógica que (como todo) puede tener excesos. Por un lado, el concepto adquiere a veces una tendencia inflacionaria, donde cada reivindicación —legítima, pero discutible— se convierte rápidamente en un derecho. Esto implica que sale del plano de la discusión, en la medida en que asume a priori que estamos frente a una exigencia de justicia. El problema, desde luego, es que si todo es derecho, nada lo es: mientras más se extiende el concepto, más fuerza pierde; y más vacío queda el espacio político (allí donde solo hay derechos, no hay nada sustantivo que deliberar). Estamos de acuerdo en que la prohibición de la tortura es incondicional, pero cuando esa incondicionalidad se amplía en interminables catálogos de derechos, perdemos nuestra capacidad de comprensión política, y el debate se vuelve rígido e inquisidor. Quien discrepa es considerado como culpable más que como equivocado.

Por otro lado, el énfasis exclusivo en los derechos puede perder rápidamente de vista las condiciones colectivas que hacen posible su garantía. “No hay derechos sin deberes” es una simple constatación: solo podemos gozar de ellos al interior de una comunidad política, y toda comunidad supone que estamos dispuestos a cumplir con deberes, aunque sean mínimos. Por eso, y como lo notara hace ya muchos años Marcel Gauchet, el lenguaje de los derechos puede tener efectos despolitizadores, pues exacerba la perspectiva puramente individual de nuestra vida. Así, la interdependencia humana —tan visible en tiempos de pandemia— se vuelve cada vez más opaca, como si nuestros vínculos fueran puramente instrumentales. Una sociedad centrada en la exclusiva consideración de los derechos termina pareciéndose mucho al estado de naturaleza hobbesiano: si todos tenemos derechos, y solo derechos, pues bien, estamos condenados al eterno conflicto (o, a lanzarnos unos a otros nuestros derechos subjetivos como si fueran armas, según la expresión de Habermas). Dicho en simple, es imposible proteger los derechos si no aceptamos ciertas condiciones cívicas elementales, y me parece que las declaraciones de Sergio Micco buscan ilustrar este punto. Desde luego, se puede estar en desacuerdo con la idea, pero hay que leerlas de buena fe —quiere proteger mejor nuestros derechos— si realmente se quiere discutir con él.

Una última consideración. Resulta cuando menos curioso que la izquierda no sea capaz de ver cómo cierto lenguaje individualista puede afectar su propio proyecto, al socavar las bases de la comunidad. Esto lo comprendió muy bien el joven Marx, en “La cuestión judía”: al final, la pura afirmación de los derechos individuales termina favoreciendo la expansión y el despliegue de algunas formas de liberalismo incompatibles con cualquier reivindicación de la dimensión comunitaria de la vida humana. Quizás por acá deba explicarse la profunda desorientación que afecta a nuestra izquierda, que adopta con entusiasmo una lógica cuyas consecuencias ni siquiera ha intentado comprender. De allí su extraña compulsión por condenar y anatematizar allí donde habría que conversar, discutir y dialogar.