Columna publicada el martes 12 de mayo de 2020 por La Segunda.

¿Cómo explicar que se haya cuestionado en forma tan radical el compromiso de Sergio Micco con los derechos humanos básicos? La pregunta es pertinente, no sólo por su trayectoria (que comienza como dirigente estudiantil bajo la dictadura), sino además porque ha sido bajo el mandato de Micco que el INDH se convirtió –como nunca antes– en un actor público crucial. Entonces, ¿qué pasó aquí? 

Hasta ahora se ha subrayado la dimensión partisana del asunto, y no por azar. Al afirmar que “no hay derechos sin deberes”, Micco se limitó a recordar una verdad elemental, que recoge la propia Declaración universal de 1948 (ver artículo 29). Así lo han reconocido diversas voces, entre ellas dirigentes de centroizquierda e incluso un exdirector del Museo de la Memoria. En rigor, a Micco se le imputó algo que no dijo, y esto sugiere un ánimo faccioso. Nada muy nuevo: la polémica recuerda los días que siguieron a su elección como director del INDH, cuando parte importante del autodenominado “mundo de los derechos humanos” buscó –desconociéndolos– vetarlo por su credo religioso.

Pero este episodio no se explica sólo por mala fe, sino también por cierta dosis de ignorancia. Porque, ¿sabe todo aquel mundo cómo operan los derechos humanos? ¿Ellos rigen sin condicionamientos o especificaciones de ningún tipo, como se ha divulgado con tanta grandilocuencia como imprecisión?

La respuesta es –parafraseando a los profesores de derecho en los primeros años del pregrado–: hay que distinguir.

La mayoría de los derechos humanos contenidos en los tratados internacionales están formulados de manera amplia: “todo ser humano tiene derecho a X”. Para ello utilizan términos (como “libertad de expresión”) que indican un marco general valioso, pero sujeto con suma frecuencia a distintas concepciones o modos de concreción (para algunos, esa libertad permite quemar un emblema patrio en la plaza pública; para otros no). De ahí que estos instrumentos remitan usualmente al legislador de cada país: es la vía para especificar su contenido de forma consistente con el régimen democrático. Y eso, guste o no, supone más de un condicionamiento para ejercer a cabalidad los derechos referidos.   

Pero, ¿acaso no hay un límite para la deliberación? Por supuesto que sí. Ante la tortura, la desaparición forzada y otros crímenes semejantes, se emplea una fórmula diversa: “nadie puede ser sometido a X”. Desde luego, se trata de prohibiciones absolutas e indispensables. Pero incluso acá, mal que le pese a los líricos, operan hechos futuros e inciertos que condicionan su plena vigencia institucional. Por ejemplo, si los jueces obran sistemáticamente de mala fe, pueden llegar a condenar por cargos falsos. Como los que –paradójicamente– se le imputan a Sergio Micco.