Columna publicada el sábado 9 de mayo por La Tercera.

“Sin la justicia ¿qué serían los reinos sino bandas de ladrones? ¿Y qué son las bandas de ladrones sino pequeños reinos?” Esta es de las más populares frases de Agustín de Hipona. Algunos, desde un alto pedestal, la usan para concluir que los Estados modernos son simples bandas de ladrones, dadas sus muchas injusticias. Sin embargo, Agustín no era un purista en lo que toca a la política. No se hacía muchas ilusiones. La justicia mencionada no es una cosa plena ni total. Se refiere simplemente a que logre primar la justicia en el reino. Que el trigo logre prevalecer, más o menos, sobre la cizaña. Porque cuando ello ocurre hay paz, y la paz es el objetivo fundamental de la política. 

Esta aproximación me parece adecuada para enfrentar la realidad del Estado. Cuando uno la observa es fácil horrorizarse: está lleno de esos pequeños reinos cleptocráticos. Las anécdotas al respecto son infinitas y sabrosas. Pero eso es sólo quedarse con la mitad de la película. Aunque atraiga menos a la opinión pública, hay también grandes bolsones de funcionarios correctos e, incluso, de verdaderos “servidores públicos”, aquellos héroes burocráticos soñados por Andrés Bello. Por eso, cuando se juzga a los funcionarios al bulto -ya sea negativa o positivamente- se pone uno del lado de la cizaña, al dar por concluida una batalla en curso.

Una buena pregunta es de dónde viene la corrupción de los corruptos que habitan los pequeños reinos parasitarios. Y si uno la mira de cerca, en muchos casos se topará con algo interesante: suelen ser clientes. Es decir, le deben su cargo a alguien, y es a ese acreedor al que sirven, y no a la república. Estos deudores de ocupación son los famosos operadores políticos, que forman sólidas jerarquías de arrimados: los hay grandes, medianos y pequeños, dependiendo de qué tan cerca están de los mandamases. Los puestos para posicionar operadores son de los grandes botines políticos: a eso apunta el viejo adagio atribuido a los radicales de “no me den, póngame donde haiga”. El poder de un político y de un partido se consolida en la medida en que crece su capacidad de repartija. 

Digo todo esto por dos razones: una pequeña y otra mayor. La pequeña es el Instituto Nacional de Derechos Humanos, que nació como botín y fue organizado como tal por Lorena Fríes, operadora premium del bacheletismo. Tanto, que poner a su cargo a alguien profesional y sin deuda como Sergio Micco fue como tirarle sal a una babosa: toda esta semana hemos visto las indecorosas contorsiones de su cuerpo clientelar. ¿No deberíamos sentir un poco de vergüenza cívica ante esta reyerta facciosa? ¿Cómo una institución así podría servir a los derechos humanos con que hacen gárgaras los que critican a Micco? 

La razón grande es que necesitamos que las élites políticas pacten una tregua de modernización del Estado: no podremos enfrentar los tremendos desafíos que tenemos por delante con nuestra clase política compitiendo por corromper nuestro aparato burocrático. Bajarse el sueldo es poco al lado de renunciar a la repartija desatada de cargos. Pero es imposible que el sueño de los ciudadanos libres de Chile sea avanzado por siervos clientelares. Es hora de dar la pelea por el trigo.