Columna publicada el 21.01.20 en El Líbero.

Contrario a lo que muchos pensaban, la opción por rechazar un cambio constitucional ha ido ganando adherentes durante las últimas semanas, incluso entre aquellos que tan entusiastas en un comienzo habían abrazado el “apruebo”. El cambio de escenario ha despertado alarmas en algunas personas favorables a esta última opción, y a ratos la opción por el rechazo es presentada como antidemocrática, injusta, o imprudente. Genaro Arriagada, por ejemplo, argumentaba la semana pasada que la opción por el rechazo era injusta, pues significaba conceder a una minoría (1/3) el poder de vetar las reformas constitucionales que la mayoría quiera llevar a cabo; e imprudente, porque significaba hacer caso omiso al querer de la mayoría (que, según él, desea cambiar la Constitución).

Estas etiquetas, sin embargo, confunden dos planos: el proceso y las opiniones que se tengan sobre el resultado. Y no distinguir entre ellas tiene al menos dos problemas. Por un lado, impide el debate público honesto y serio porque priva de validez a una de las opciones, como si simplemente no pudiese ser una alternativa. Discutir las distintas posturas políticas exige, precisamente, que ambas tengan al menos algo de plausibilidad. Por otro lado, genera incertidumbre hacia el futuro: ¿qué pasa, por ejemplo, si es que no gana la opción “apruebo”? ¿Será, entonces, ese resultado antidemocrático? ¿Se respetará aquello que haya decidido la mayoría?

El 15 de noviembre, cuando se dio inicio al proceso de cambio constitucional, los parlamentarios acordaron, a grandes rasgos, un camino determinado, los pasos que debía seguir ese proceso. Ni más ni menos. El entusiasmo de muchos actores esos primeros días no podía deberse al fin de la actual Constitución, sino al hecho de haber concertado las reglas del juego. Lo primero equivale a asumir la vocería de un pueblo que no se pronunciará definitivamente sino hasta el 26 de abril.

Ahora bien, este proceso debe cumplir con algunas exigencias formales a fin de ser justo. Si es que ellas se satisfacen, entonces el resultado será también aceptado como justo; será, en otras palabras, legítimo. Y el proceso exitoso. Como todo procedimiento, las reglas que lo regulen deben ser, entre otras cosas, claras y estar establecidas con antelación. Así, los ciudadanos podrán tomar decisiones en base a criterios conocidos. Todos deben saber, por ejemplo, cuáles serán las preguntas del plebiscito de abril. También que, de rechazar el cambio constitucional, la Constitución podrá ser reformada por las leyes que ella misma contempla, siendo una de ellas el quórum de 2/3 (o 3/5 dependiendo de la disposición que se quiera reformar). Además, deberán saber que, si gana el “rechazo” o no hay acuerdo en el órgano constituyente sobre el texto de una nueva Carta Magna, seguirá rigiendo la actual. Si las reglas son conocidas de antemano y son inteligibles por todos, los ciudadanos podrán evaluar las posibilidades de acción que tienen bajo ese marco normativo y en virtud de eso tomarán la decisión que les parezca correcta. No cabría decir, entonces, que rechazar el cambio constitucional es injusto porque le otorga a la minoría de 1/3 el poder de oponerse a futuras reformas, pues la ciudadanía misma habría elegido ese modo de reformar la Constitución al aceptar la Carta actual (por supuesto, nada de esto significa que la opción por el rechazo equivale a un conformismo con el status quo, ni que ella no deba ir acompañada de la articulación de una respuesta a los problemas institucionales y de representación que vivimos actualmente). Esa será, entonces, la decisión democrática.

Cosa distinta es la apreciación sustantiva que tenga cada uno de esa decisión. Sin embargo, la vara con la que se mida la legitimidad o qué tan democrática es la decisión que se tome no será el resultado mismo (en esto siempre discreparemos), sino cómo se llegó a él. Confundir el resultado con el proceso, no solo obstaculiza una reflexión ponderada respecto del primero, sino que vuelve superfluo el segundo.