Columna publicada en El Líbero, 05.07.2016

Una de las características que más sorprendió a Alexis de Tocqueville de la sociedad norteamericana del siglo XIX fue la “igualdad de condiciones”. Para el francés, dicha igualdad era consustancial al proyecto democrático. No se trataba, por cierto, de un igualitarismo extremo o en todos los ámbitos —como pretenden algunos y asumen o se escandalizan otros—, sino de un nivel de igualdad que permitiera a los miembros de una comunidad verse como semejantes, a fin de construir un proyecto en común.

Desde esta perspectiva, podría pensarse que la modernización capitalista de las últimas décadas ha supuesto, en Chile y en Occidente en general, una amenaza para ese ideal democrático. En efecto, el enorme crecimiento económico y desarrollo material ha traído al mismo tiempo un notable aumento y nuevas formas de desigualdad, con algunas consecuencias bastante problemáticas. En La gran transformación, Karl Polanyi critica justamente esto, haciendo referencia a la dislocación social que produce el establecimiento de una “sociedad de mercado”, donde el dinero pasa a ser el mediador preferencial de los vínculos sociales, otorgándole una centralidad en la integración social que en otros contextos no posee.

El cuestionamiento de Polanyi admite sin duda matices y distinciones (el proceso descrito tiene sus pros y contras), pero conviene reparar en los efectos negativos que él advierte, y que en nuestro caso se ha dado con algunas particularidades dignas de analizar. Por de pronto, el proceso de modernización chileno que tuvo lugar a fines del siglo XX -de la mano, primero, del régimen militar y continuado luego por los gobiernos de la Concertación-, dio paso a una profunda transformación de las élites chilenas, y de los grupos sociales en general, modificando el modo en que estas entendían y ejercían su función social. El nuevo orden, fundado en un liberalismo económico bastante radical, posibilitó la emergencia de un nuevo y potente liderazgo del mundo empresarial y tecnocrático, que se unió a la existente elite tradicional reconvertida desde la reforma agraria.

La consolidación de esta nueva élite significó, entre otras cosas, una alta concentración de los recursos económicos del país en sus manos, lo que facilita, a su vez, su acceso casi exclusivo a los demás recursos socialmente relevantes, ya sea políticos, culturales o simbólicos. Entre las muchas consecuencias de este fenómeno, conviene notar la siguiente: las minorías privilegiadas pasan a llevar una vida ajena en muchos aspectos al resto de sus conciudadanos. Esto se debe también, como señalaba Eugenio Tironi hace varias décadas, a que los procesos de modernización suelen avanzar desigualmente. Las élites son alteradas primero y más intensamente que el resto de la sociedad. De este modo, aunque el país en su conjunto está lejos de alcanzar el estatus de un país desarrollado, ya cuenta con una élite que ha asumido la sensibilidad y las conductas de un país próspero.

Si bien toda sociedad moderna es una sociedad funcionalmente diferenciada, esta diferenciación llevada al límite y no administrada políticamente puede implicar serios riesgos de anomia y desintegración social. Esta desintegración se manifiesta en nuevas formas de marginalidad y exclusión, además de un desacoplamiento radical de intereses y distanciamiento entre los grupos sociales. Este escenario, por supuesto, es propicio para el aumento de la conflictividad social en las relaciones humanas. Tal violencia es, en parte, introyectada (como demuestran los altos niveles de auto-explotación laboral y abuso de drogas funcionales a ello) y, en parte, externalizada, dirigida contra los demás y, especialmente, contra grupos que sean vistos como “culpables” de los males de la desintegración (ricos, inmigrantes, minorías de todo tipo, etc.). Esto debería preocupar especialmente a las élites, pues su autoridad política se sostiene en la legitimidad de su posición y de sus actos. Que hayan podido olvidarlo es, quizás, la mayor expresión del problema en que están metidos.

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