Columna publicada el 12.12.19 en Ciper.

La dignidad es el eje común de las diversas demandas que emergieron el 18/O. Por ello, dice la autora, la salida a esta crisis se juega “en los valores y principios que sostienen nuestra vida en común”, es decir, en ese “horizonte normativo, vilipendiado por la tecnocracia”. Pero la demanda por dignidad, explica, no es solo un reclamo hacia las instituciones; también cuestiona nuestras relaciones personales. Ello obliga a ir más allá del sistema político, hacia los espacios “donde se configuran los vínculos sociales”. Ese viaje es difícil hoy, pues domina la discusión de reformas refundacionales que olvidan “que el presente no es nunca pura oscuridad”.

Hace ya varias décadas, al estudiar a la clase obrera inglesa, el historiador E.P. Thompson criticó la tesis economicista que explicaba las rebeliones populares como “asuntos de la panza”. Con esa frase, el británico quería superar una extendida conclusión del marxismo tradicional: que los pobres se movilizan por privación o por necesidad, nunca por significados, por normas y valores compartidos que, ignorados o atropellados por medidas vinculadas a la economía o la ley, desencadenan el malestar. A esta motivación de los sectores populares Thompson la denominó “economía moral de la multitud” y su vigencia se hace evidente al aplicarla a los hechos que hemos experimentado en Chile desde la fractura –para usar los términos de Sol Serrano– que se abrió el 18 de octubre de 2019.

Cuesta englobar la diversidad de demandas aparecidas en las movilizaciones que ya cumplieron ocho semanas en nuestro país, pero varios han coincidido en tomar un concepto levantado por la misma calle para sintetizarlas: dignidad. A pesar de que es evidente que las reivindicaciones tienen una base material (aumento de pensiones y sueldo, mejoras en salud, condonación del CAE, entre otras), el protagonismo de la palabra dignidad muestra que el fundamento del malestar que se ha revelado con furia es también profundamente ético.

La frase “Hasta que la dignidad se haga costumbre” ha estado a diario en las imágenes de las protestas y el adjetivo “digno” se ha vuelto el eje común entre una variedad de demandas que, bien sabemos, poco dice respecto de cómo articularlas y jerarquizarlas. Pero sí podemos acordar que en esta vuelta tendremos que incorporar el vilipendiado horizonte normativo –que un sistema marcadamente tecnocrático ha tendido a ignorar– para enfrentar los problemas que la crisis ha puesto de manifiesto. Para volver a Thompson, acá la cosa no se juega en la “panza”, sino en los valores y principios que sostienen nuestra vida en común y que, por lo visto, la fase actual del modelo de desarrollo imperante está pasando a llevar.

El trabajo empírico que hace más de diez años realiza la académica Kathya Araujo confirma esta idea. En su libro Habitar lo social (Santiago: LOM, 2009), Araujo resume la experiencia cotidiana de los sectores populares chilenos en la estrategia de “habitar contra la corriente”. La discriminación y el abuso de poder atraviesan las trayectorias de los grupos más vulnerables de nuestro país, atribuidas por ellos mismos al hecho de ser pobres: “como te ven, te tratan” afirma un testimonio. En el contexto de una sociedad exitista y en la que el dinero media el acceso a prácticamente todos los recursos –o al menos a los de mejor calidad– el pobre se invisibiliza en el discurso y se margina en la práctica. Ser pobre, señala Araujo, es estar en el lugar de lo no deseado. Ignorante en el consultorio, sospechoso en las plazas públicas, primer apuntado por algún robo en su lugar de trabajo, son algunas de las asociaciones que los entrevistados por Araujo acusan como mecanismos de vulneración y estigma.

Al mismo tiempo, la acción directa del Estado es mirada con distancia, pues se percibe a la vez como castigadora e ineficaz. Lo primero, al ver que se intervienen sus lugares de residencia considerados peligrosos con fuerzas de orden que los tratan como amenazas; lo segundo, cuando ellos mismos acuden a las instancias que, debiendo estar orientadas a su protección, también los vulneran. El telón de fondo de ese escenario es la violencia, que en estos días ha salido del espacio exclusivo de los grupos marginados para invadir el orden social completo y hacer tambalear en varios momentos la democracia que tanto costó recuperar. Violencia que en los sectores populares no es sólo sufrida diariamente sino también ejercida por ellos mismos.

Cuando la ley no impera, otros mecanismos aparecen en su reemplazo.

Frente a estos testimonios, la conclusión de Araujo es que los grupos más pobres se constituyen como sujetos a pesar de su entorno. La adversidad del escenario social no impide que las personas se mantengan en el esfuerzo (compartido transversalmente) por ser considerados como alguienSe trata de la exigencia más elemental que, como dice Araujo, configura el marco que permite la vida en común; sin ese reconocimiento recíproco –el de la igual dignidad– la sociabilidad se vuelve imposible.

De modo que el primer reclamo de los grupos más pobres, de aquellos que se asume que no tienen nada, es el de la dignidad. Y si seguimos a Araujo, lo es hace mucho tiempo. Lo que se acusa no es carencia material, no al menos en primera instancia, sino el “borramiento del sujeto”, el desconocimiento de su estatus de persona que reclama igual respeto. Si esto lo registraba Araujo en la primera década del siglo XXI, lo que vemos hoy con el estallido de la crisis es su aparición a gran escala y ya, pareciera a ratos, sin capacidad de espera.

El sábado 19 de octubre la gran mayoría despertó gritando el malestar escondido y no indignada frente a las impactantes expresiones de violencia del día anterior. La sensación es que muchos coincidieron en una hipótesis tremendamente negativa sobre nuestro presente: ya sea porque no hemos dejado funcionar bien al modelo o porque hemos descubierto que hay que cambiarlo, gran parte se encontró en la idea de que ese orden está fracasando, en distinta medida, en la tarea de asegurar y reconocer nuestra igual dignidad.

Ya no se trata, como antes, de la experiencia exclusiva de los más pobres. La misma investigación de Araujo avanza hacia los sectores medios y, con todas sus diferencias, confirma la experiencia constante de vulneración, a la vez que el agobio por un sistema demasiado exigente en comparación con aquello que retribuye.

Quizás la parálisis que invadió al sistema político en las primeras semanas de la crisis se deba en parte a que la base de este malestar es, como muestra Araujo, demasiado profunda. Tanto así, que tal vez en algún nivel se le hace muy difícil asegurar algo que por tanto tiempo no ha podido garantizar. Por lo mismo, la crítica ha sido sin piedad y las exigencias de reformas y cambios estructurales han ido adquiriendo cada vez más fuerza en el debate público.

Parece lógico que, ante las dificultades de la institucionalidad para procesar el conflicto –antes y durante la crisis–, empecemos a buscar fórmulas para mejorarla y salvarla del cuestionamiento radical que la misma violencia con la que apareció el descontento ha puesto en evidencia. Se trata del esfuerzo por encontrar alternativas para asegurar institucionalmente una dignidad que se experimenta tan masivamente como desconocida. Es en esa línea que debe entenderse también la demanda constitucional y de un nuevo pacto social que emergió con fuerza en las últimas semanas: volvamos a pensar y establecer las normas que regulan nuestra vida en común, los consensos mínimos que sostienen nuestra frágil pero esencial convivencia.

Ahora bien, existe una pregunta que no se ha formulado hasta el momento, en parte porque los ánimos en medio de la intensidad de la crisis llevan más a pensar sobre posibilidades y renovaciones, que sobre fronteras y límites. Al hablar de dignidad nos ponemos en un horizonte que incluye, pero sobrepasa, al nivel puramente institucional, que por ahora ha convocado todos los esfuerzos. Como bien señala Araujo, la dignidad se sitúa “en el espacio que media con el otro” y, por lo mismo, remite a los vínculos reales y encuentros cotidianos entre las personas. Las instituciones y leyes que nos rigen constituyen un marco para esos vínculos, pero no los crean.

En este sentido, la demanda de dignidad que ha aparecido es también un reclamo en el nivel de las relaciones cara a cara, de la sociabilidad primaria en la que cotidianamente se realiza el encuentro que confirma nuestra igualdad, nuestro ser personas. Tal reclamo constituye un cuestionamiento particularmente profundo a nuestro modelo de desarrollo: sostenido en premisas individualistas, esos vínculos se han vuelto secundarios, pues su legitimidad y valor aparecen sólo una vez que se ha asegurado la autonomía de cada cual. De tal modo, si queremos responder a la demanda de dignidad, será necesario ir más allá del sistema político, en busca de los espacios donde se configuran los vínculos que, en última instancia, la sostienen y hacen posible.

Sin embargo, un ejercicio de estas características requiere una actitud que tiene poco espacio en el ánimo ambiente. El debate público no sólo se ha concentrado demasiado en la reflexión institucional (a riesgo de volver a frustrar las expectativas), sino que ha estado crecientemente dominado por una lógica refundacional que olvida que el presente no es nunca pura oscuridad. Que la gente esté reclamando una vida más digna no significa que no tenga nada valioso que cuidar. Como ha señalado James C. Scott, la acción del estado moderno ha sido muchas veces devastadora porque actúa como si en la realidad que opera no hubiera nada, pero eso hoy día nadie parece recordarlo.

En ese sentido, la tarea que tiene por delante la institucionalidad no es sólo pensar qué nuevos modelos y estrategias desplegar para construir una sociedad más justa, sino también encontrar instrumentos que le permitan identificar lo que se le escapa y reconocer sus propias fronteras: cómo llegar mejor a sus destinatarios, pero también dónde no debe llegar.

Al enfocarnos con tanta fuerza en los desafíos que la crisis le plantea al Estado, dejamos de ver que en muchas ocasiones sus acciones fracasan justamente porque asumen que del lado de la gente no hay nada relevante que considerar pues, como se ha afirmado en la calle, “no tienen nada que perder”. Las personas quedan así reducidas a números (sobre todo los más pobres) a los que hay que asignar recursos, sin reconocerlas nunca como una cultura que guarda una forma de estar en el mundo que hay que comprender para poder proteger.

Si, para volver a Thompson, aceptamos que todo este estallido no ha sido por pura necesidad, pensar el futuro requerirá también poner en valor aquello que no alcanza a aparecer en la denuncia furiosa. Habrá que volver sobre las formas de vida de las personas –la gente común, en palabras del mismo Thompson– para identificar sus carencias, pero también –y sobre todo– sus modos particulares de habitar el mundo. Para decirlo de otro modo, y citando ahora al sociólogo Pedro Morandé, enfrentar nuestra crisis no sólo requiere fortalecer los mecanismos representativos o generar nuevas normas, también exige trabajar para que las instituciones dejen de operar como si al otro lado no hubiera alguien. Que la institucionalidad respete la dignidad de todos depende, en ese sentido, de que reconozca también sus propios límites, de que asuma lo que ella no puede ni debe construir: esa dignidad que se realiza no por la regla institucional, sino por el encuentro contingente e indeterminable de unos delante de otros, y que está en la base de todo orden social.