Columna 15.10.19 en El Líbero.

Desde sus inicios, el gobierno ha tenido constantes roces con algunas organizaciones de la sociedad civil que trabajan en materia de inmigración, como el Servicio Jesuita a Migrantes (SJM). El último conflicto se originó a partir de las críticas del director de Extranjería, Álvaro Bellolio, al libro “Migración en Chile. Evidencia y mitos de una nueva realidad”, publicado por la Universidad Alberto Hurtado y el SJM. En una columna escrita en El Mercurio, Bellolio señaló, entre otras cosas, que algunos capítulos “buscan justificar una posición que es la de fronteras sin restricciones, aun cuando los ingresos sean de forma clandestina”.

A primera vista, la crítica parece un poco desproporcionada, pues el libro intenta ser transversal y reúne a académicos que representan sensibilidades más bien disímiles. Sin embargo, apostar por la transversalidad no implica sostener una posición neutral frente al fenómeno de la inmigración. Dicho de otra manera, a pesar de que las críticas de Bellolio carecen de mesura en su forma y fondo, es indudable que apuntan a un debate más profundo. De hecho, el capítulo de María Emilia Tijoux, por ejemplo, reflexiona desde premisas que, si bien no incitan al descontrol migratorio, se sostienen efectivamente en una agenda de fronteras abiertas que merece una discusión detenida.

La académica de la Universidad de Chile asegura que el proyecto del Ejecutivo sobre migración no tiene un enfoque integral de derechos. Para justificar su posición utiliza como argumento los reparos de algunos miembros del gobierno –como el ministro Teodoro Ribera o el subsecretario Rodrigo Ubilla– a la idea de un derecho humano a inmigrar. Sin embargo, el debate en torno a la existencia de este derecho no es un asunto ni remotamente zanjado, aunque Tijoux nos quiera convencer de lo contrario. Por ejemplo, académicos como David Miller (Universidad de Oxford) y Joseph Carens (Universidad de Toronto) han sostenido por años una discusión relativa a la extensión y límites de la prerrogativa. A grandes rasgos, el debate sobre el derecho humano a inmigrar tiende a centrarse en cómo interpretar el artículo 13 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, que consagra la libertad de movimiento a nivel interno.

Para Joseph Carens, la libertad de movimiento entre estados sería una extensión natural a la libertad de moverse dentro de un país. Este autor señala que “si es tan importante que las personas tengan el derecho de moverse libremente dentro de un estado, ¿no es igual de importante que tengan el derecho de moverse a través de las fronteras estatales?”. La posición de Miller, en cambio, es más restrictiva: salvo ciertas excepciones muy calificadas –por ejemplo, que la integridad física de los extranjeros esté bajo amenaza–, los Estados tienen motivos legítimos para restringir la inmigración (y aquí pueden verse más detalles).

No se trata de meras disquisiciones académicas, pues el debate sobre el fenómeno migratorio no solo tiene relación con cuántos extranjeros ingresan o qué tipo de visa reciben, sino también con divergencias más profundas respecto del sentido y valor de la frontera, la legitimidad de los Estados nacionales y –como vimos– del derecho humano a inmigrar. De hecho, es probable que los constantes problemas entre Álvaro Bellolio y ciertas organizaciones de la sociedad civil, como el SJM, surjan de visiones encontradas sobre estos asuntos que, sin embargo, nunca se explicitan del todo. Aunque sean presentadas bajo una aparente imparcialidad, ambas posturas representan formas concretas (y diferentes, cuando no antagónicas) de comprender la comunidad política, sobre las que debiéramos a empezar a discutir, en lugar de tratar de invalidar desde el comienzo la posición del otro.

Ahora bien, que estas instituciones difieran de La Moneda no debiera ser razón para que el gobierno desmerezca su trabajo, ni menos para mantener una relación conflictiva con ellas. Esa actitud tiende a relativizar la importancia de la ciudadanía organizada y puede terminar por debilitar las alternativas a la acción estatal. Un gobierno comprometido con la subsidiariedad no puede olvidar este punto, especialmente si varias de estas organizaciones han cumplido un rol trascendental en la integración de los extranjeros, incluso más exitoso que el del mismo Estado. Por tanto, el Ejecutivo debiera ser el primer interesado en articular una relación virtuosa con ellas, aunque sea para lograr debatir de buena manera las profundas y legítimas diferencias que existen en este campo.