Columna publicada en Chile B, 18.12.2014

En Bolivia, un país marcado por la inestabilidad política, Evo Morales acaba de iniciar su tercer periodo presidencial, el más largo de su historia republicana desde Andrés de Santa Cruz (que gobernó entre 1829 y 1839). Todo indica que hay cosas que rescatar de Evo, en especial si consideramos que se trata de un hombre sin ningún tipo de educación formal, y dirigente cocalero del MAS (Movimiento al Socialismo), y más aún cuando advertimos que Bolivia, durante su gestión, ha sido uno de los pocos países de América Latina en disminuir las brechas de desigualdad.

En efecto, desde el 2006 la pobreza ha caído en un 25%, mientras que la extrema pobreza se ha reducido en un 43%. Bolivia ha tenido un crecimiento económico de alrededor del 5,5% en los últimos cinco años, convirtiéndose en un caso único para la región en un contexto de desaceleración. Asimismo, una sana política fiscal ha logrado mantener a raya la inflación y aumentar notablemente las reservas internacionales. Esto ha sido posible principalmente gracias a la nacionalización del gas y de otros recursos naturales, y a la exportación de commodities. De este modo, el país mediterráneo se ha convertido en un modelo que combina un horizonte socialista particular con respuestas económicas viables.

Pero eso no es todo. Como auténtico representante del pueblo —de ese más de 2/3 indígena que durante 200 años se vio marginado de las decisiones políticas del país—, Evo Morales ha logrado que el progreso alcanzado vaya en beneficio de los más desfavorecidos: en una sociedad completamente dividida y desigual en términos raciales y sociales, se percibe una real y creciente integración. Basta con comparar la ciudad de El Alto hacia algunos años —una barriada miserable— con lo que es ahora, marcada por sus grandes casas coloridas —los famosos cholets— y cientos de negocios emergentes.

Todo esto gracias a las políticas implementadas por Evo, entre las que destacan el fomento a la educación hasta casi haber erradicado el analfabetismo en Bolivia; medidas de promoción social para la infancia y la tercera edad; grandes proyectos de infraestructura como la red de teleféricos más alto del mundo, que ha permitido la conexión entre los distintos sectores de la capital; y caminos y carreteras para la integración de las diversas zonas del país. Con todo, su gran mérito es haber otorgado una voz política a la gran mayoría del país.

Su buena gestión, como era de esperarse, se ha traducido en un creciente apoyo. En las últimas elecciones logró un 64% del total de votos, conquistando 8 de las 9 provincias del país. Incluso ha obtenido el apoyo de sectores antes hostiles, logrando aunar voluntades. Por ejemplo, ha desactivado las tensiones territoriales al tender puentes y entregar confianza al empresariado del pujante territorio que conforma la Media Luna boliviana (Santa Cruz, Beni, Pando y Tarija).

No cabe duda que detrás de un discurso a veces polémico, una retórica anticolonialista y antiimperialista, y algunas acciones extravagantes —como los relojes al revés—, Evo Morales se ha mantenido a sabia distancia del radicalismo ideológico de izquierda del resto de la región, aunque beneficiándose, por ejemplo, del petróleo venezolano. Su gobierno se ha caracterizado por un manejo prudente y cierto pragmatismo, además de un buen asesoramiento político, sobre todo en materia económica, en la que destaca su ministro Luis Arce.

Por cierto que no todo es perfecto. El acaparamiento de poder, el polémico manejo en el escenario internacional y la excesiva dependencia de los recursos naturales, entre otras cosas, le han significado duras críticas. Pero, aun teniendo en cuenta esos factores, es muy difícil negar que Evo ha asombrado al mundo forjando una nueva conciencia y legitimidad política en Bolivia, compatibilizando la democracia con las culturas autóctonas que conforman este “Estado plurinacional”, y dejando atrás el viejo orden de una minoría blanca gobernante. Se trata de una refundación nacional que parece despertar al país altiplánico luego de décadas de sueño fundido y que, al mismo tiempo, ha demostrado que en política no hay fórmulas preestablecidas.