Columna publicada el 23.08.19 en El Mercurio Legal.

¿En qué consiste un sistema jurídico en buen estado? El contexto actual muestra la vigencia de la pregunta. A nivel local, el Estado administrativo, que regula y adjudica derechos, crece por día; los jueces comienzan a involucrarse más intensamente en la política; ciertas autoridades administrativas toman decisiones con discrecionalidad y tribunales superiores usan criterios cambiantes al momento de resolver asuntos similares. Y no hay que olvidar nuestra discusión constitucional, que va y viene. A nivel global, por otra parte, los postulados básicos del constitucionalismo liberal se están viendo desafiados y hay ciertos consensos que han dejado de ser dominantes. Cambios, incertidumbre y convulsión política. 

Si nuestras instituciones, en general, y el derecho, en particular, aspiran a generar cierto orden en la conducta humana, tienen importantes desafíos por delante. Y ante los desafíos, que llaman hacia el futuro, hacemos bien en mirar primero hacia atrás. El aniversario de los 50 años de la publicación de la edición definitiva de La moral del derecho, de Lon Fuller, es una oportunidad para hacer este ejercicio. Las tesis de Fuller, un clásico de la teoría del derecho del siglo XX, tienen el potencial de iluminar muchos de nuestros debates actuales. 

Para apreciar este potencial debemos primero volver a la pregunta planteada: ¿en qué consiste un sistema jurídico en buen estado? Parte de la respuesta es que sus reglas han de tener fines consistentes con el bienestar humano. Pero eso es tan solo una parte de la respuesta: puede haber sistemas con reglas muy justas, pero incapaces de generar orden. Esta es la idea que Fuller tiene el mérito de haber tematizado de manera comprehensiva. La otra parte de la respuesta —la que interesa a Fuller— es la siguiente. Una condición clave para que el derecho logre sujetar la conducta humana al gobierno de las reglas consiste en ser construido y administrado de cierta manera. La cuestión está menos en los fines de las reglas y más en cómo se crean y aplican. 

Las perspectivas que hoy dominan la reflexión sobre nuestras instituciones —el neoconstitucionalismo y el discurso de los derechos— suelen tener un punto ciego; una ceguera institucional. Pierden de vista que los sistemas jurídicos también deben ser eficaces en lograr sus fines; sea cual sea el fin perseguido. Y sin formas y estructuras bien hechas, no hay eficacia posible. En otras palabras, será improbable tener mejores mecanismos democráticos y mayor satisfacción de derechos fundamentales a menos que pongamos atención a las pedestres formas y estructuras. El punto de Fuller es que hay ciertas condiciones formales —que denominó los elementos del Estado de Derecho— que todo sistema debe cumplir si quiere ser exitoso. No hay sistema jurídico sólido si sus reglas no son conocidas, claras, coherentes, estables en el tiempo y aplicadas de manera imparcial (y solo en la medida en que el órgano tenga las capacidades institucionales para hacerlo). Tal vez parecen exigencias obvias, pero si hay algo que los tiempos que corren han dejado claro, es que están lejos de serlo. La moral del derecho presta atención a las verdaderas dificultades e implicancias sutiles que implica cumplir con estas exigencias: no es fácil gobernar la conducta por medio de reglas. 

¿Qué nos dice, entonces, La moral del derecho hoy? Que el Estado administrativo solo puede funcionar bien si sigue esta disciplina (el argumento más reciente es de Cass Sunstein y Adrian Vermeule). Que los jueces constitucionales contribuyen al Estado de Derecho cuando buscan que esa disciplina se respete, sin necesidad de plantearse —salvo circunstancias muy excepcionales— preguntas más sustantivas sobre los fines de las reglas. El gobierno de la conducta humana, por otra parte, exige consistencia en la aplicación de las leyes. De otro modo, no hay garantía contra la manipulación. A fin de cuentas, si es más justo ser gobernado por las leyes que por los hombres, el imperio de la ley solo puede ser justo si cumple, al menos, con los elementos del Estado de Derecho tematizados por Fuller y compartidos, posteriormente, por pensadores tan diversos como John Rawls, Joseph Raz o John Finnis. 

La nota distintiva de la reflexión de Fuller es su enfoque en las instituciones: la forma es tanto o más importante que la sustancia. Nuestro debate constitucional e institucional estará cojo si no nos tomamos esta idea en serio. Es importante debatir sobre la legitimidad de la Constitución o si es suficientemente neutra, entre otros aspectos. Pero eso no es todo. Y el enfoque institucional, en cómo operan las instituciones en la práctica, con lo bueno y lo malo del comportamiento humano concreto, es crucial. Del mismo modo, mirar las cosas de esta manera permite encontrar terreno común entre cosmovisiones rivales. Fuller nos recuerda que es posible coincidir en determinados arreglos institucionales y discrepar, al mismo tiempo, en cuestiones sustantivas. Se nos presenta, así, una perspectiva cuando menos interesante al momento de enfrentar los desafíos de la historia —esa que no ha finalizado— y navegar por las turbulentas aguas del cambio.