Columna publicada el 11.08.19 en El Mercurio.

La discusión en torno a la jornada laboral admite varias lecturas. Por de pronto, constituye un magnífico ejemplo de la incapacidad del Gobierno para fijar una agenda y ordenar las prioridades del debate. En efecto, y sin que nadie se percatara, Camila Vallejo logró que su proyecto de ley —que reduce la jornada de trabajo de 45 a 40 horas semanales— se convirtiera en el eje central de la discusión, hasta el punto de que varios diputados RN se plegaron alegremente a la iniciativa. El Gobierno se vio obligado a reaccionar, pero lo hizo del peor modo posible: enfrascándose en una disputa infantil, en la que Vallejo lleva todas las de ganar.

Naturalmente, nada de esto implica desconocer las deficiencias del proyecto presentado por la diputada comunista. Por un lado, se corre el riesgo de fomentar la precarización, pues el trabajo caro tiende a expulsar del sistema formal a quienes se encuentran en la frontera. Por otro lado, la propuesta tampoco venía acompañada de estudios técnicos que midieran su impacto. En este punto, los argumentos han sido de una pobreza espartana. Cuesta pensar, por ejemplo, que una medida así podría aumentar mágicamente nuestra productividad, o que no tendría efectos sobre el empleo. Por mencionar un caso conocido, Francia sigue pagando hasta el día de hoy los costos de la reducción de la jornada a 35 horas promulgada bajo el gobierno socialista de Lionel Jospin.

Ahora bien, y sin perjuicio de lo señalado, debe admitirse que la iniciativa conecta con una inquietud efectiva de muchos chilenos. Frente a esto, parte de la derecha ha reaccionado pidiendo que la cuestión sea estudiada técnicamente y sin sesgos. El análisis, dicen, debe estar desprovisto de prejuicios ideológicos. El oficialismo se encierra así en un curioso laberinto, pues renuncia a ofrecer argumentos políticos. En rigor, es un modo de eludir la discusión y evitar pronunciarse, pues los estudios técnicos son por definición mudos. Solo muestran datos, pero no pueden decirnos qué rumbo deberíamos seguir. Dicho en simple, la técnica no reemplaza a la deliberación política. En este preciso punto, la diputada Vallejo le ha dado cancha, tiro y lado al oficialismo, pues ha mostrado una orientación y un horizonte allí donde el Gobierno no tiene demasiadas convicciones y, peor, solo parece moverse en función de encuestas. Sin embargo, los sondeos no sirven para liderar ni para gobernar, pues solo permiten seguir un movimiento cuyas causas se ignoran.

En ese sentido, el proyecto excede la discusión técnica, y obliga a formular preguntas que se mueven en otro plano. ¿Cómo articulamos trabajo, vida familiar y tiempo libre? ¿Qué valor y qué prioridad le asignamos al trabajo? ¿Cómo compatibilizamos nuestras labores remuneradas con las responsabilidades familiares? ¿Cuánto tiempo le dedicamos al ocio y a la recreación? Naturalmente, estas interrogantes se vuelven más acuciantes si consideramos que moverse en las grandes ciudades acorta drásticamente el día. Una jornada semanal de 45 horas nominales bien puede convertirse en realidad en una de 60 o 65 horas si consideramos el transporte, y ningún análisis serio puede omitir ese dato. Agreguemos otro factor: en nuestro país, muchos hogares son monoparentales, y eso implica que la persona que pasa 60 horas a la semana fuera de su casa cuenta con muy poco tiempo —en calidad y cantidad— para educar y acompañar a sus hijos. Esto tiene efectos culturales y políticos de largo alcance, pues se tiende a desarticular la principal instancia de socialización de la persona, que ningún mecanismo externo puede substituir. Dicho de otro modo, esos tiempos no permiten una vida familiar medianamente robusta, y eso multiplica al infinito todas nuestras dificultades sociales. No tiene ningún sentido, por ejemplo, pedirle más al sistema educativo —público o privado— si no somos capaces de generar las condiciones necesarias para que la vida familiar se despliegue de modo adecuado. Es más, si nos tomamos en serio este asunto, deberíamos pensar en restringir drásticamente el trabajo en días domingo, porque tiende a impedir la pausa indispensable para el encuentro.

Como puede verse, los problemas que rodean al trabajo son múltiples, y tocan aspectos muy íntimos de nuestras vidas. Empero, frente a estas dificultades la derecha tiene un discurso particularmente escuálido, porque le cuesta mirar más allá de racionalidad instrumental, y le cuesta comunicar fuera de la dimensión técnica. El trabajo solo es visto como fuente de productividad, pero no hay un esfuerzo por integrarlo en una reflexión más amplia que pueda dar cuenta de sus fundamentos antropológicos. Por lo mismo, a la hora de responder una inquietud más profunda, el gobierno se queda sin palabras. En ese contexto, no debe extrañar que la propuesta de Camila Vallejo —con sus innegables defectos— haya tenido tanto éxito. Guste o no, la diputada ha sido capaz de hacer aquello que al Gobierno tanto le falta: política.