Columna publicada el jueves 15 de julio de 2021 por CNN Chile.

El comienzo de la Convención Constitucional y las inminentes primarias presidenciales nos tienen sumidos en un tráfago de politización y contingencia del cual parece difícil salir. Sin embargo, cuando algunos estudiantes se aprontan para las vacaciones de invierno y hay quienes podrán durante las próximas semanas poner en pausa las pantallas, bien vale recomendar algunos textos menos tensados por lo inmediato, esos cuya lectura que nos ayuda a mirar otras dimensiones de la realidad.

Una de las novedades más interesantes en lo que va del año es la publicación de Doris, vida mía (Lumen, 2021), el epistolario de Gabriela Mistral a Doris Dana. Luego de haberla conocido en 1946 en una conferencia en el Barnard College de Nueva York, Dana escribió dos años después la primera carta a su admirada Mistral. La relación entre ambas mujeres no se interrumpiría hasta la muerte de la poeta en 1957. La primera versión del epistolario (publicado como Niña errante en 2010, e inencontrable desde hace años en librerías) suscitó una enorme polémica acerca del lesbianismo de Mistral, dejando de lado múltiples elementos sobre los que hoy es posible volver con más profundidad. En estas cartas no se encuentra, probablemente, la faceta más intelectual de chilena, que sí está en algunos de sus otros intercambios epistolares y en recopilaciones de sus textos (dentro de estos últimos, es muy destacable el trabajo que ha venido haciendo la editorial La Pollera). Sin embargo, en estas páginas igualmente se trasluce gran parte de su personalidad: un deseo profundo de conocer el mundo y sus obras; un constante aguijoneo de la desconfianza y los celos; al mismo tiempo, una enorme preocupación por la salud y la economía de quienes la rodeaban —y especialmente de Doris—; también, a pesar de su prestigio como poeta, diplomática y educadora, una enorme inseguridad frente a un amor no siempre correspondido al modo en que ella quisiera. En momentos en que la figura de Mistral vuelve a estar en el centro de nuestras disputas simbólicas —por un lado, la madre del Elqui, educadora abnegada y figura institucional; por otro, la Mistral rebelde y grafiteada en las paredes, con bandera en ristre y pañuelo verde anudado al cuello—, Doris, vida mía permite asomarse a sus textos, sus afectos y sus ideas.

En otro plano, quizás el libro del momento escrito por un autor chileno sea Un verdor terrible, de Benjamín Labatut. Editado en España por Anagrama, su traducción al inglés fue finalista del premio Booker internacional. Además, hace pocos días fue mencionado por el expresidente Barack Obama dentro de su célebre lista de lectura veraniega. Más allá de reconocimientos, los relatos de Labatut exploran el mundo de la ciencia y los científicos; se cruzan el nazismo y el exterminio, el trauma, las luchas de egos y una pléyade de hombres que buscan a cada instante romper con las barreras de lo conocido y descubrir los secretos que la realidad se resiste a revelar. Pero hay, al mismo tiempo, una reflexión sobre los límites: a pesar de todos los esfuerzos, el hombre nunca podrá conocerla por completo, lo que puede desembocar en frustración, en ignorancia o en locura. Detrás de todas estas anécdotas, sin embargo, los relatos de Labatut son un gran ensayo sobre la mirada: la ciencia y los científicos observan el mundo para intentar comprenderlo. De ahí la abundancia de alusiones a la perspectiva, los colores y la óptica; al modo en que la luz ayuda o compromete el conocimiento que tenemos sobre ese mundo. Y también al modo en que usamos las palabras para dar a conocer esas visiones del mundo: “El físico —como el poeta— no debía describir los hechos del mundo, sino solo crear metáforas y conexiones mentales”, dice en algún momento el narrador. Todos los elogios que ha recibido Un verdor terrible son más que merecidos.

Una tercera recomendación para estos días podría ser Muertes imaginarias (Laurel, 2020), de Roberto Castillo. El autor de Muriendo por la dulce patria mía, esa fabulosa novela sobre el boxeador iquiqueño Arturo Godoy, utiliza el registro de los obituarios para darle una vuelta de tuerca a la muerte: aquí no es ella la que tiene la última palabra —a diferencia de lo que ocurre en un año marcado a fuego por la pandemia—, sino las vidas que se celebran o reseñan en estos perfiles imaginarios. Así como el personaje de Emilia Bergen, una ventrílocua que aparece en una conversación ficticia entre Raúl Ruiz y Antonia Marès, Castillo le da voz en su libro a enólogos, torturadores, académicos o artistas pop que espejean una realidad desde el humor, el ingenio y una prosa impecable. El obituario de Thierry Montero, por poner otro ejemplo, ilustra a la perfección el ejercicio del autor: desde una película inexistente protagonizada por Sean Penn hasta una lectura de la historia política chilena de las últimas décadas, el obituario se centra en una vida posible, una vida que podría haber sido y que, de alguna manera, nos habla de una realidad que únicamente está en la ficción, pero cuyos ecos resuenan en todo momento en nuestro mundo conocido.

Las cartas de Mistral, los relatos de Labatut o los falsos obituarios de Castillo; tres entradas desde las cuales la literatura puede oxigenar unas semanas donde la política está tensionada y donde las crisis de distinta índole que nos afectan parecen acumularse sin descanso.