Columna publicada en El Líbero, 08.12.2015

El Tribunal Constitucional (TC) admitió a trámite el requerimiento contra la polémica glosa presupuestaria que, de modo sui generis -y todavía confuso-, establece la gratuidad en la educación superior para 2016. Desde luego, a nadie puede sorprender el posible traspié de esta reforma, sujeta a una crítica transversal y marcada por la improvisación (basta recordar la decena de criterios anunciada por el gobierno); pero todo eso importa poco. Si el TC acoge el fondo del requerimiento, las críticas a esta “tercera cámara”, “contramayoritaria” y “antidemocrática”, no se harán esperar.

¿Son justificadas esas críticas?

En parte sí. Es cada vez más aceptado que la cantidad e intensidad de los mecanismos supra mayoritarios dispuestos en la Constitución, en el mejor de los casos, responde a otra época; y pese a que los números dan cuenta de un panorama equilibrado, buena parte de la derecha -aún presa del orden de la transición- tiende a tildar de inconstitucional casi todo lo que juzga inconveniente. Por lo demás, nuestra dirigencia política parece empeñada en socavar la credibilidad del TC. Mientras el gobierno de Sebastián Piñera no tuvo empacho en designar como su ministra a María Luisa Brahm, entonces jefa del “segundo piso” de La Moneda, los últimos dos nombramientos de este organismo -los hoy ministros Letelier y Pozo- se hicieron a la que te criaste. Mal que nos pese, aquí no exageramos: esos nombramientos, realizados fuera de plazo, recayeron en dos personas cuestionadas en la opinión pública (uno por el caso Penta, el otro por un plagio) y conocidas por sus estrechos vínculos políticos (uno UDI, el otro PS).

Todo indica, empero, que los criterios político-partidistas son ajenos al quehacer ordinario del TC. Según han mostrado diversos abogados y académicos del foro ―entre ellos Patricio Zapata, presidente del bullado consejo de observadores y partidario de una nueva Constitución―, al clasificar a los ministros de este tribunal parece más adecuado atender, por ejemplo, a la actitud que ellos adoptan ante el poder legislativo, y no a dudosos clivajes de otra especie.

En rigor, ninguna de las dificultades mencionadas conduce a cuestionar la existencia misma del TC; ni menos a descartar la revisión de eventuales arbitrariedades legales, como la que se acusa en la discutida glosa. En ese sentido, conviene mirar con recelo las críticas más duras contra esta institución. No es imposible pensar que tras ellas subyace una visión en exceso simplista de la democracia, que reduce este régimen a la sola expresión de las mayorías. Sin duda éstas son muy relevantes, pero una república democrática no sólo busca canalizar y fomentar la participación ciudadana, sino también asegurar el respeto de ciertas reglas y derechos básicos, y eso exige establecer algunas limitaciones al poder estatal, incluyendo al legislador.

De hecho, al leer clásicos como El Federalista queda muy claro que las democracias contemporáneas pueden ser comprendidas precisamente como un intento de articular esas dos tendencias o principios: la participación popular, por un lado, y el respeto de determinados bienes, por otro. Ambas cosas son necesarias para evitar la opresión de los más débiles y lograr un uso racional y limitado del poder político. Por eso no es casual que la generalidad de los países que suelen ser considerados avanzados desde la perspectiva institucional, como Alemania o Estados Unidos, cuenten con tribunales constitucionales u organismos semejantes. Sin ir más lejos, en Chile sabemos cuánto puede contribuir el TC. Piénsese, por de pronto, en su emblemática sentencia del 24 de abril de 1985, que ordenó someter a la tutela del Tribunal Calificador de Elecciones el recordado plebiscito que, a la postre, otorgaría el triunfo al “No” el 5 de octubre de 1988.

En suma, podemos discutir mayores o menores atribuciones para el TC -aquí no caben dogmatismos de ninguna especie-, pero eso es muy distinto a sostener que esta clase de entidades, en sí misma, resulta indeseable. Como bien dijera Wilhelm Röpke en La crisis social de nuestro tiempo, “Benjamin Constant, Tocqueville, John Stuart Mill, John Calhoun, Lecky y muchos otros, que no pueden ser tachados de reaccionarios, han advertido que la democracia -precisamente en mayor medida que otras formas políticas- puede abocar al peor y más intransigente despotismo si no está limitada por otras instituciones y principios que son los que, en conjunto, constituyen lo que se ha de denominar el contenido liberal de una estructura estatal”.

¿Será ese contenido, acaso, lo que persiguen desarmar los críticos más acérrimos del Tribunal Constitucional?

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