Anticapitalismo, Iglesia y marihuana
Columna publicada el 13.07.19 en La Tercera.
El núcleo duro del capitalismo es la búsqueda de rentas a través de la circulación del capital. Una sociedad capitalista, entonces, es, en términos generales, un orden articulado para facilitar dicha circulación y maximizar esas rentas. En su organización contribuyen tanto el Estado como el mercado. Es tan importante asegurar la propiedad y proteger las transacciones como coordinarse a través de precios. Una de las razones de la actual desorientación de la izquierda viene de su confusión entre anticapitalismo y estatismo. La ecuación que pregonaba que “el Estado somos todos” y que, por tanto, todos podemos ser, a través de él, dueños del capital y receptores de sus rentas, se mostró como una farsa brutal. El capitalismo de Estado, a fin de cuentas, resultó más inhumano que su variedad de mercado. Pero la imaginación política de la izquierda nunca ha podido deshacerse de su embrujo.
El mundo conservador cristiano, por otro lado, no parece estar menos desorientado. Luego del deterioro de la alianza estratégica con el capitalismo de mercado en contra del comunismo ateo, se ha llegado a un punto de incomodidad evidente. El mensaje cristiano ha quedado relegado a una eterna filípica de represión sexual localizada en una organización cada vez más manchada por los abusos sexuales. Además, sin tener ya necesidad de auspiciadores morales, el capitalismo de mercado no parece necesitar más a su desgastado aliado del pasado. De ahí a que haya dado rienda suelta a una agenda en que la moral también se organiza simplemente como un mercado.
Esto ha llevado, por su parte, al desarrollo, en el mundo intelectual cristiano, de una nueva crítica anticapitalista, que está tomando particular intensidad en EE.UU.
Además, la emergencia de distintos populismos ha sido vista con cierta benevolencia por estos conservadores y socialistas que están en la búsqueda. Generan, al menos, la ilusión de que hay alternativas. Sin embargo, nada que luzca viable ha logrado consolidarse aún. Y la mescolanza de fobias y frustraciones movilizadas por estos gobiernos parece mucho más síntoma que solución.
Lo que ambos mundos anticapitalistas todavía no logran aclarar es si lo que entienden como el mal del capital es un rasgo de todo poder temporal, o bien el producto de una formación histórica específica. Si es lo primero, la única respuesta a la altura del problema sería la resistencia, y no la disputa por el control del timón. Si es lo segundo, ¿cómo se supone que ellos, desde las entrañas de un orden, inventen uno distinto? ¿Es siquiera posible algo así?
En el caso cristiano, la forma institucional de la resistencia al poder terrenal se llama Iglesia. Sería la nación peregrina de los creyentes unidos por la comunión y orientados a la salvación, distinta de la ciudad temporal, dominada por el deseo de dominación. En el caso de la izquierda anticapitalista, en cambio, la resistencia no tiene una forma clara, más allá de la decadente estética de las casas okupas. Si el Estado no es la respuesta, ¿cuál es el camino? Esta es la pregunta que el FA, una vez que se despeje el humo dulzón levantado por el debate sobre la legalización de la marihuana, debería tratar de abordar.