Columna publicada en Pulso, 31.01.2017

La ascensión de Donald Trump a la Presidencia de Estados Unidos ha hecho que parte importante de la opinión pública vuelva los ojos sobre el concepto de populismo. Dentro de las características que componen el fenómeno -identificación entre el líder y el pueblo, ausencia de mediación política-, resulta fundamental el papel que juega el discurso. Usualmente, el líder populista se vale de la simplificación discursiva para apelar a los sentimientos de la población. Debido a que la realidad quiere hacerse comprender en términos sencillos, se suele volver simple aquello que es complejo y eliminar todo matiz que se considera innecesario.

Estos discursos necesitan una realidad construida a brocha gorda, con características que muchos puedan identificar fácilmente. Por esto, más que apelar a lo específico de cada situación, echan mano al lugar común, a la caricatura y a la generalización.

Aunque podría pensarse que el discurso populista es ficcional, pues no muestra la realidad tal cual es, no cabe duda que aquel es la antítesis de una buena ficción. En su discurso de recepción del Premio Nobel, Mario Vargas Llosa mencionaba, siguiendo una idea aristotélica, que la ficción nos plantea mundos posibles y nos vuelve hombres insatisfechos con el mundo real, revelando que las cosas pueden ser de otra manera. Pero allí donde el populismo busca sentimientos fáciles, la ficción los vuelve más complejos; donde el primero pinta en blancos y negros, la otra encuentra una amplísima paleta de colores para acercarse a la realidad.

Los resultados de las elecciones en EEUU nos dejaron un sabor amargo en la boca, pues dividieron al país entre buenos y malos. Y el mismo Presidente Trump vuelve una y otra vez a dividir el mundo entre estructuras binarias sin mucho espacio para tonalidades intermedias. Sin embargo, el talento de grandes escritores de ficción, como Philip Roth o Lucia Berlin, está en construir mundos donde la realidad no se puede reducir a lo evidente, sino que está llena de personajes y situaciones que necesitan de una reflexión antes de comprenderse a cabalidad. En el caso de Roth, cabe recordar esa gran novela que es “La mancha humana”. Publicada el año 2000, cuenta la historia de Coleman Silk, un exitoso profesor de literatura obligado a retirarse de la universidad luego de que un comentario suyo fuera interpretado como racista. Como en otras novelas de autor, el mundo estadounidense está muy lejos de los simplismos.

Allí la ambición constituye, tal como el amor y el patriotismo, una motivación humana fundamental; las estructuras económicas y meritocráticas constituyen la sociedad al mismo tiempo que los prejuicios raciales y culturales; las normas implícitas condicionan, muchas veces más que las explícitas, la acción de personajes que viven en un mundo lleno de claroscuros.

Esta novela cuestiona lo políticamente correcto al mostrar las consecuencias que tiene actuar sin cuestionar nada. Coleman Silk, a fin de cuentas, arrastra una biografía que esconde motivaciones y secretos que incluso el talento narrativo de Roth explora y rodea sin agotarlos.

Lucía Berlín, por otro lado, es nuestra nueva escritora de moda, que pasó a integrar la lista de fenómenos editoriales póstumos con la publicación de “Manual de mujeres para la limpieza”, una selección de sus mejores cuentos. Dueña de una biografía tan intensa como sus relatos-cosmopolita, alcohólica y recuperada, tres matrimonios y cuatro hijos, trabajos de todo tipo para mantenerlos-, cumple ese requisito tan fútil, provinciano y querido por nosotros de haber vivido en Chile.

Sus cuentos poseen una fuerza narrativa que llama la atención desde la primera línea, cautivan al lector y lo hacen transitar escenarios y personajes en apariencia débiles y miserables. Pero detrás de cada uno se esconde una experiencia única: la mujer que cruza la frontera para hacerse un aborto, el indio alcoholizado que suele rondar por una decadente lavandería, familias sin vínculos reales o con vidas entregadas abnegadamente, madres que aconsejan no casarse por amor… Por sus relatos, llenos de un humor irónico y desesperanzado, van pasando vidas mínimas, dolidas y muchas veces sin sentido aparente. Pero en esa pequeñez se contempla la grandeza narrativa de su autora, ya detrás de cada gesto hay algo sentido y alegría o, al menos, humanidad. Y esta, afortunadamente, nunca está de modo moralizante.

Lecturas como Roth y Berlin nos muestran que la realidad norteamericana es mucho más que un desierto con latinos intentando cruzar la frontera o ciudades que lloran con nostalgia su pasado industrial. La gran virtud de su literatura está en mostrar las profundas posibilidades de un mundo donde confluyen culturas, idiomas y biografías diversas, y donde las preocupaciones de los hombres no son reductibles a eslóganes simplificados y efectistas.

Ante el riesgo de comprender la realidad con caricaturas o con descripciones que sólo distinguen entre lo blanco y lo negro, estas buenas ficciones nos muestran dos cosas. Por un lado, que la realidad está llena de matices y resquicios que la hacen más atractiva y más inteligente. Por otro, que el sentido de cada biografía no viene dado de antemano ni es estático, sino que nuestra tarea está en buscarlo a cada paso.

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