Columna publicada en La Tercera, 07.12.2016

Guste o no, es difícil negar que la discusión sobre inmigración se instaló en Chile del peor modo posible. Resulta frustrante constatarlo, porque la experiencia internacional es abundante en la materia y, de hecho, es posible predecir con bastante precisión el lugar al que conducen cierto tipo de discursos. Como fuere, nuestro país no podrá seguir eludiendo un tema global que llegó para quedarse; y no es exagerado decir que en la manera de resolverlo nos jugamos buena parte de nuestro futuro.

La dificultad estriba en que estamos gobernados por visiones maniqueas, que santifican o condenan la migración sin darse la molestia de intentar comprenderla en sus diversas facetas. Son discursos fáciles, que reducen la complejidad del problema a unas pocas frases simples, polarizando la discusión. Por ejemplo, la retórica utilizada por parte de la derecha solo contribuye a atizar sentimientos que no tienen nada de sanos, a partir de asociaciones tan arbitrarias como injustas (es innegable que el grueso de los inmigrantes vienen a Chile a trabajar con esfuerzo y honestidad). Con todo, debe admitirse que esa retórica otorga réditos electorales, porque capta (de mala manera) algo que otros no.

De hecho, este último factor es ignorado con frecuencia por el progresismo ambiente, que asume que en ese “algo” solo hay maldad moral. Si parte de la derecha utiliza una retórica incendiaria e irresponsable, el otro bando no lo hace demasiado mejor, al exaltar las infinitas bondades de la inmigración sin hacerse cargo de las múltiples tensiones que ésta genera, y moralizando un debate que debería ser eminentemente político. Después de todo, no es casual que Marx haya visto en la inmigración el ejército de reserva del capitalismo, en la medida en que permite mantener los salarios bajos (y no hay nada más llamativo que la convergencia en esta materia entre economistas liberales y la izquierda bien pensante). Dado que esas tensiones son vividas de cerca por las clases populares, desde arriba es fácil atribuirlas a vicios morales. En este preciso punto reside el mejor fermento del populismo: un cuerpo político escindido entre una elite que cree que la superioridad de sus sentimientos morales la exime de argumentar, y una población que no se siente representada.

Comprender el fenómeno migratorio requiere algo más que estas posiciones simétricas e insuficientes. Exige, en particular, reflexionar sobre el tipo de acogida que queremos darle al que llega, y en qué condiciones, sabiendo que los recursos no son ilimitados. Esto toca muchos campos que hasta ahora apenas se han esbozado, como la vivienda, la educación, la salud, la previsión y las condiciones de trabajo. Todo esto exige también una reflexión sobre la nación, que es, al fin y al cabo, el cuadro que permite acoger e integrar a quienes vienen a Chile en busca de un mejor destino. Por paradójico que suene, un manejo adecuado de la inmigración no implica el fin de la nación, sino su rehabilitación. Ni santos ni delincuentes, los inmigrantes merecen algo más que frases hechas, moralina gastada y retórica odiosa. Ellos esperan -y necesitan- una respuesta a la altura del desafío.

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