Columna publicada el lunes 28 de junio de 2021 por CNN Chile.

Quedan pocos días para que la Convención Constitucional inicie formalmente su trabajo. Estos momentos previos resumen a la perfección varios de los problemas que han rodeado esta salida institucional a la crisis que explotó en octubre de 2019. Desde ese entonces, distintos actores han puesto en peligro el proceso constitucional, tensándolo de manera innecesaria e ignorando sus límites. En efecto, estamos inmersos en un proceso sumamente frágil, lo que exige los mejores esfuerzos para evitar que estalle el polvorín. Por lo mismo, el proceso constituyente deberá empaparse de una lógica del cuidado. El éxito de la Convención no está garantizado a priori y sería un error pensar que el objetivo ya se cumplió. Por el contrario, la tarea recién comienza, y esto implica tareas en diversos ámbitos.

El manoteo constitucional

En efecto, en varios momentos del proceso distintas voces han caído en la lógica del manoteo, sintetizado por la tentación de cambiar las normas que rigen a la Convención. Dado que el rol del órgano sería llevar adelante una discusión eminentemente política —de constituir la comunidad política, creen algunos—, entonces no habría límites formales para su labor. Con todo, esto es un error por varios motivos. El primero es (¿habrá que decirlo?) que la comunidad y los fenómenos sociales existen con anterioridad a las formas e instituciones políticas diseñadas en una época determinada. Omitir esta circunstancia plantea una curiosa versión de la hoja en blanco. Y lo cierto es que no hay texto capaz de cambiar por sí solo la sociedad existente, incluso cuando la salida constitucional cuenta con amplio respaldo ciudadano. Segundo, como bien ha notado Claudio Alvarado, el proceso constituyente fue la forma que encontró la política para institucionalizar el malestar de octubre de 2019, por lo que encuentra su origen en el acuerdo del 15 de noviembre. Este instrumento frágil se concretó en una reforma constitucional que, a su vez, origina el plebiscito y la elección de los convencionales. Tercero, porque la voluntad popular solo se puede manifestar a través de formas. Estas no solo permiten la expresión de la voluntad, sino que determinan los canales que hacen posible la deliberación que debiera existir en órganos como la Convención. En suma, todo esto supone cuidar el proceso y no desconocer las reglas establecidas, sin las cuales el mismo sencillamente no sería posible. El maximalismo, del lado que venga, puede poner en riesgo el proceso en su totalidad.

La fragilidad del momento actual requerirá de enormes esfuerzos para poner de acuerdo a los convencionales; requerirá de política, a fin de cuentas. Ciertamente, habrá una parte del proceso —la mayoría, suponemos— que debe suceder de cara a la ciudadanía, promoviendo una adecuada pedagogía constitucional. Pero hay otra, igual de importante, que sucederá de manera menos pública, donde los distintos grupos deberán ceder y negociar entre ellos. Cuando los ánimos crispados hacen tan difícil perder en público, frente a las descarnadas barras bravas de cada sector, la posibilidad de contar con espacios de diálogo y negociación será fundamental para el éxito del proceso. Y debemos aceptar que, en su justa medida, tales instancias son indispensables. Una última nota en este respecto. El calendario electoral puede desviar la atención de los convencionales. Corresponderá a ellos y al reglamento diseñar maneras para que su labor no se contamine con la política contingente.

El rol del gobierno

El gobierno de Sebastián Piñera, reducido a su mínima expresión —en parte por las pasiones antidemocráticas de cierta izquierda, pero en gran medida por sus propios errores—, debe garantizar las condiciones indispensables para el desarrollo del proceso. Sería fatal que el Presidente quisiera ganar aprobación interviniendo en materia constitucional. El punto es crítico, sobre todo si consideramos las recurrentes salidas de libreto del mandatario. Piñera deberá aprender a vivir en un segundo plano que no le acomoda. En concreto, la imagen presidencial hoy genera tal rechazo, que cualquier actitud o palabra ligeramente conflictiva puede generar una avalancha. En este sentido, cabe destacar el Decreto Supremo de instalación de la Convención. Es difícil imaginar un documento más minimalista que el firmado por Piñera, que se limita a fijar un lugar y hora para el inicio de sus actividades, junto con repetir las normas que la Constitución establece para tal efecto. Más allá de eventuales descoordinaciones y ausencia de un mayor “trabajo prelegislativo”, el decreto estuvo a la altura de las circunstancias; no por casualidad hasta el pacto Apruebo Dignidad lo reconoció. Sin embargo, de todos modos, el Presidente de la República recibió una avalancha de críticas por inmiscuirse en aspectos propios de la Convención. La crítica no tiene mayor sentido, considerando que si bien se trata de proponer al país un nuevo texto constitucional, la Convención no es soberana, y todos sus participantes deben honrar las reglas que regulan el proceso. Estas críticas, de hecho, revelan bien una de las mayores amenazas para el éxito del itinerario constituyente.

La frágil legitimidad

Por último, todo el esfuerzo por construir un nuevo entramado institucional deberá poner la legitimidad en su centro, entendiéndola como el vínculo de confianza entre instituciones y personas. Construir legitimidad requiere de dosis importantes de mesura: de escuchar antes que imponer. Y tal actitud, indispensable para un esfuerzo deliberativo de la magnitud del nuestro, parece estar ausente en cierta derecha atrincherada, pero sobre todo en aquella izquierda maximalista que ha insinuado el desconocimiento de las reglas establecidas. Ni una Convención soberana, ni una Constitución de revancha son el camino para el cambio constitucional legítimo, que logre reparar la cicatriz que cruza a nuestra sociedad. Lamentablemente hemos visto como muchos convencionales están más preocupados de ir a imponer su agenda que de generar proyectos colectivos. Nadie pide a los convencionales que dejen de lado sus promesas de campaña o los énfasis que los llevaron a ganar la elección. Pero sí debieran tener presente, ante todo, el problema inmenso que tenemos por delante y su responsabilidad al respecto.

La Convención, sabemos, deberá cubrir dos flancos de legitimidad. Uno es el democrático, de cumplir ciertas expectativas ciudadanas respecto del proceso y de la nueva Constitución, configurando espacios de participación incidente sin negar la naturaleza representativa del órgano. El otro flanco es cumplir con el respeto a ciertos límites: los mencionados procedimientos establecidos por las reformas constitucionales que le dieron operatividad al Acuerdo del 15 de noviembre de 2019, así como el respeto a los derechos humanos, los tratados internacionales y las sentencias vigentes. Buscar esos objetivos supone operar, nuevamente, desde una óptica más terapéutica que del conflicto. Este, por cierto, existirá en la Convención, y es necesario que se manifieste para poder sanarlo. Pero no puede ser el velo que cubra toda la deliberación.

Todo esto supone un tono que, desde octubre a la fecha, se ha vuelto escaso. Cierta altura de miras, un sano republicanismo y una actitud de escucha constituyen una política terapéutica, una ética pública del cuidado. Solo así podremos reconstituir los frágiles vínculos que nos unen y transitar entre las inmensas dificultades —económicas, sanitarias, pero, sobre todo, de diálogo— en que nos encontramos. Nada más y nada menos que la oxidada práctica política.