Columna publicada el 19.01.19 en La Tercera.

Existen centros de alto rendimiento para potenciar distintas habilidades: artísticas, deportivas, académicas, militares. Todos ellos son fuertemente selectivos, y la selección es llevada a cabo en la etapa de desarrollo en que dichas habilidades pueden ser identificadas. Ellas son casi siempre una mezcla de suerte, talento y mérito. Para ser un pianista de primer nivel, por ejemplo, se requieren ciertas condiciones naturales que no son producto del esfuerzo familiar ni del esfuerzo individual. Sin embargo, construir una carrera sobre la base de esas condiciones exige someterse a una disciplina de trabajo que permita pulirlas todo lo posible. Lo mismo pasa con los futbolistas: las divisiones inferiores son fuertemente selectivas, pero el logro deportivo depende de un esfuerzo sostenido en el tiempo.

Los liceos de excelencia y los liceos tradicionales operan en la lógica de los centros de alto rendimiento. Por lo mismo, es razonable que, tal como ha propuesto el gobierno, cuenten con altos estándares de selección, ya que el programa académico al que deben ser sometidos los estudiantes una vez ingresados debe ser lo más exigente posible. Que al menos un 30 por ciento de los estudiantes seleccionados deba provenir de hogares vulnerables, como establece el proyecto, reconoce el hecho de que el contexto afecta la manifestación de las cualidades relevantes, por lo que es necesario introducir un criterio correctivo que reconozca la trayectoria del estudiante.

La existencia de estos espacios académicamente selectivos debería ser tan obvia como la existencia de la Escuela Naval o de las divisiones inferiores deportivas. Y los estudiantes y familias con ganas de someterse a una disciplina de trabajo de ese nivel no deberían ser demasiados. Después de todo, ello exige dejar muchas cosas de lado y vivir bajo una alta presión, y la mayoría de los seres humanos prefiere un desarrollo más armónico y tranquilo.

Sin embargo, el tema genera amargas polémicas. Y es que muchos parecen creer que el sistema educativo es el espacio donde pueden y deben corregirse todas las injusticias y males de la sociedad, partiendo por la desigualdad. Por eso, cada vez que tratamos de hablar sobre educación terminamos discutiendo sobre cualquier otra cosa. Tenemos el prejuicio ilustrado de que las posiciones sociales deberían distribuirse por mérito académico, mezclado con la conciencia sociológica de que dicho mérito está afectado por la desigualdad estructural, y rebotamos infinitamente entre esos dos polos.

La mala calidad general de nuestra educación no se va a solucionar reprimiendo a los pocos que quieren y pueden rendir a alto nivel. Eso solo sacia nuestro inveterado odio por lo que destaca. La pregunta que debemos tratar de responder es qué puede y debe ofrecer educacionalmente nuestro sistema al estudiante y a la familia promedio, y cómo podemos cubrir esa oferta. Y parte de esa reflexión es identificar los problemas sociales que repercuten dentro del sistema educacional, pero que este no puede resolver por sí mismo. En otras palabras, entender el lugar y límites del sistema educativo dentro del marco del sistema social. Algo tan simple como difícil.