Columna publicada en La Tercera, 11.05.2016

La decisión de Hernán Büchi, quien anunció su salida del país por falta de certeza jurídica, abre una serie de interrogantes fundamentales para la derecha chilena. En efecto, cabe preguntarse si la oposición se siente de algún modo representada por su ex candidato presidencial. ¿Qué tan presente está en la derecha la tentación de la huida de lo público y, en definitiva, de Chile? ¿Cuán enajenada está la oposición respecto de lo que ocurre efectivamente en la sociedad? No puede negarse que, en su singular estilo, Büchi ha encarnado a la perfección en los últimos años los laberintos que tienen asfixiado al sector: un intento dogmático por defender el esquema de libertad económica y democracia limitada, sin nunca haberse dado el trabajo de formularlo en términos políticos. Quizás la combinación de argumentos técnicos y mecanismos supramayoritarios fueron, por largo tiempo, suficientes para lograr el objetivo, pero hoy ya no bastan. En otras palabras, la derecha está más acostumbrada a la reacción que al despliegue, y su ethos dominante pasa por defender posiciones antes que ideas.

En ese sentido, puede decirse que la decisión de Büchi simboliza la claudicación de quien se retira del juego porque se niega a admitir sus reglas: claudica quien ya ni siquiera dispone de las  herramientas necesarias para enfrentar el desafío. Si las ideas de Büchi y de su mundo fueron literalmente arrasadas por el discurso de la izquierda es porque hace tiempo que quedaron huérfanas. Por cierto, nada de esto ha ocurrido por culpa de la izquierda, sino por propia desidia de la derecha: al fin y al cabo, no es raro que las ideas queden huérfanas si sus propios padres prefieren retirarse de la escena. De hecho, la decisión de Büchi contiene una paradoja difícil de soslayar: la primera condición para influir al interior de un cuerpo político es tener con él un compromiso incondicionado, porque la política nunca se hace desde fuera.

Estas consideraciones, por cierto, pueden ayudar a explicar la rara perplejidad de la derecha frente al proceso constituyente. Este proceso contiene, desde luego, problemas conceptuales mayúsculos (como la ausencia de reflexión en torno a la indispensable mediación política que exige cualquier demanda ciudadana: los cabildos son amorfos sin esa mediación, cuyas características permanecen en la penumbra). Además, es difícil negar que la cancha no es pareja. Pero el dato relevante es que esto último ocurre en parte porque la derecha ha sido incapaz de pensar la praxis y, por lo mismo, vive arrinconada. Dicho de otro modo, el restarse sin más del debate constitucional supone que la derecha tiene la fuerza (política y retórica) suficiente como para reducir la legitimidad del proceso en su conjunto. Dado que esto es más bien dudoso, por no decir derechamente falso, la renuncia equivale a algo semejante a una abdicación: serán (nuevamente) las ideas de otros las que tendrán espacio, cancha y tiraje en el debate público. Así, la derecha seguirá refugiada en un silencio que, ya sabemos, se empieza a parecer peligrosamente al exilio.

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