Columna publicada el martes 12 de julio de 2022 por La Tercera.

Nuestro sistema educacional está roto. Fracasa estrepitosamente en su función central, que es habilitar a los estudiantes para que aprendan. La mayoría de los chilenos terminan la educación media prácticamente sin entender lo que leen y sin ser capaces de utilizar la aritmética básica. Y la masificación de la universidad simplemente está haciendo que la farsa se extienda por más años, a costa del endeudamiento familiar o del dinero de los contribuyentes.

Hay tres factores principales que impulsan esta situación: la mentalidad nobiliaria, el interés económico y el interés político. La mentalidad nobiliaria es una herencia de nuestro pasado estamental y lo que hace es divorciar título de capacidades. Se asume, sin más, que a cierto título le corresponde cierto nivel de renta y prestigio social. Así, el título deja de entenderse como una certificación de habilidades y pasa a verse como una concesión de estatus y rentas. Es decir, como un título nobiliario.

Es la mentalidad nobiliaria, por ejemplo, la que explica que se prefieran porfiadamente las carreras universitarias por sobre las técnicas, a pesar de que la rentabilidad y retornos de muchas de estas últimas sobrepase con creces a varias de las primeras. También explica que los padres y apoderados prefieran, normalmente, que sus hijos no repitan antes de asegurarse de que aprendan. Un título de cuarto medio es un título de cuarto medio.

Por supuesto, este rasgo está directamente relacionado al carácter fuertemente clasista que persiste en la sociedad chilena, y a la vez lo reproduce, pues el divorcio entre título y certificación de habilidades justifica y refuerza el reclutamiento profesional por razones de proximidad y confianza personal. El mérito no puede operar bien sin certificados de habilidades creíbles, que permitan que la capacidad se imponga a los vínculos personales. De ahí, también, que muchos empleos exijan muchísima experiencia previa, al no poder confiar en los títulos, lo que dificulta enormemente la inserción laboral de los recién titulados y los hace depender especialmente de sus vínculos personales para obtener un primer empleo.

El interés económico detrás de nuestra catástrofe educacional, en tanto, tiene que ver con dos cosas: la utilización de la etapa escolar como corral de menores de edad, cuyo fin es liberar la mano de obra de sus padres, y el lucrativo negocio de los títulos universitarios. La comprensión del colegio como guardería que libera tiempo a los adultos tiene como efecto que no se le exija ningún estándar educacional. Con tal que devuelvan vivo al estudiante al final de cada jornada, todo bien. La extensión de esta lógica a la etapa preescolar es un peligro directo respecto a la salud mental y la habilitación cognitiva y emocional de los menores involucrados. Extrañamente, justo en este tema el ejemplo nórdico -donde se privilegia una etapa preescolar con los padres debido a sus ventajas cognitivas y emocionales- es pasado por encima.

El corralismo educativo también explica que se espere poco y nada de los profesores. Se paga mal por un trabajo que se concibe equivalente al de un pastor o arriero. Por lo mismo, se exige poco para su estudio y no se le confiere prestigio alguno. Nuestra carrera profesional docente parece diseñada con precisión científica para destruir la vocación de quienes la tienen y expulsar a los que son capaces de reinventarse, privilegiando a los resignados. Luego, toda demanda por mejorar condiciones choca con el dato de la mediocridad promedio. Es un círculo vicioso.

Acabar con las pruebas de aprendizaje estandarizadas, en este contexto, es simplemente sincerar que a casi nadie le importa el aprendizaje de los estudiantes ni la calidad de los profesores. Se puede, por cierto, perfumar con otras excusas, pero casi todas esas excusas dependerían -para ser consideradas creíbles- de reformas y cambios que no están siendo ni pensados. La realidad es que se apagan los instrumentos de navegación porque a nadie le importa el destino del buque.

El negocio de los títulos universitarios, por su parte, es equivalente a una autorizar a una entidad para emitir dinero sin exigencia alguna de encaje. Hoy se ha moderado un poco -lo que causó el cierre de varias casas de “estudio”- pero sigue siendo una locura. En muchos casos no hay relación alguna entre lo pagado por el título, lo aprendido y las expectativas de renta. De hecho, la mentalidad nobiliaria logra algo que la emisión de dinero no podría: que el mercado rechace el valor del título, pero la gente siga demandándolo.

Finalmente, el interés político que empuja este desastre es el de cambiar títulos por votos, por un lado, y el de utilizar el sistema educacional como plataforma de movilización y lucha política, por otro. La mentalidad nobiliaria que vuelve inelástica la demanda de títulos hace que los políticos no tengan mayores incentivos para preocuparse por la calidad de la educación. “Regalar” títulos de cuarto medio y “regalar” títulos universitarios a cambio de votos es lo más fácil. El caso universitario es hoy el más patente y escandaloso, en la medida en que los títulos de cuarto medio ya son considerados un “desde” (aunque y porque no certifican habilidad alguna). La promesa de hacer gratuita la universidad en un país que no logra siquiera asegurar estándares mínimos de comprensión lectora -y donde hay necesidades vitales básicas no resueltas para grandes segmentos de la población- es inseparable de la ambición electoral. Los políticos no tendrán a mano la impresora de billetes, pero sí la de títulos universitarios. Y el resultado es la hiperinflación de títulos.

Pero aquí no sólo hay, por último, un interés electoral. Parte de la izquierda política también pretende utilizar las universidades estatales como plataforma de adoctrinamiento, movilización y militancia. Primero se toma control del claustro y la administración, utilizando tomas y paros estudiantiles si es necesario, y luego se promete ampliar la matrícula hasta el infinito. El resultado son universidades masivas de calidad mediocre pero que cumplen la doble función de repartir títulos universitarios y constituirse como fuerzas de choque para la izquierda, que a su vez mantiene control ideológico sobre el claustro.

Cuando el Presidente Gabriel Boric expresa su compromiso con la ampliación de la matrícula de las universidades estatales -descalificando de paso a las “privadas del sector cordillerano”- lo que parece tener en mente es esta segunda dimensión de la corrupción política de la universidad, explorada en la película “El Estudiante” del director argentino Santiago Mitre. Esto no es extraño, ya que una de las tesis principales del autonomismo en que se formó Boric es que el sujeto estudiantil podía ser convertido en el sujeto revolucionario clave para combatir el “neoliberalismo”. Y ese esfuerzo ha rendido amplios frutos políticos durante la última década, aunque sea a costa de la calidad universitaria.

¿Cómo salir de este desastre? ¿Hasta cuándo nos haremos trampa en el solitario? Es evidente que necesitamos más rebeldes educacionales. Gente dispuesta a dar la pelea por la calidad y la excelencia educativa, partiendo por restaurar sus fundamentos clásicos en contra del voluminoso e inútil currículo moderno. La pregunta es si el espacio para esa rebeldía es el sistema educacional formal o, como ha pasado antes, algún otro intersticio no sometido a la máquina de obtener mano de obra, plata, votos o manifestantes. Lo único claro, eso sí, es que hoy casi todos los padres y apoderados chilenos pagan lo que no tienen -directa o indirectamente- por mantener una farsa brutal que pone la habilitación cognitiva y emocional de los estudiantes en último lugar. Y que los abusadores del sistema, las pocas veces que son interpelados, simplemente se apuntan con el dedo entre ellos, alegando que el otro es peor.