Columna publicada en La Tercera, 23.12.2015

“No me conocen”. La reacción de Michelle Bachelet ante el fallo del Tribunal Constitucional dista de ser anecdótica. De hecho, puede pensarse que expresa fielmente sus convicciones más íntimas: hay un programa que debe ser aplicado sin importar las dificultades que surjan en el camino. Esto ayuda a comprender por qué un Gobierno donde trabajan muchas personas serias continúa entrampado en un festival de improvisaciones, que podrían ser simplemente folclóricas si no fueran también un poco trágicas. Después de todo, el Ejecutivo ha jugado durante meses con las expectativas de los estudiantes y sus familias.

En efecto, si hay algo claro en esta historia es que la reforma estrella del Gobierno no ha tenido nunca el menor respaldo técnico ni conceptual.En el anuncio del 21 de mayo había una sola cosa, que constituye tal vez el único nervio visible de la actual administración: una intención elevada a nivel de mandato divino. Por lo mismo, a ojos del Gobierno, las complicaciones técnicas y las injusticias que ocurran en el proceso son un poco irrelevantes. La idea es que, en pocos años más, la justicia reemplace al mercado como eje de nuestras relaciones colectivas, y eso provee de sentido a todo el itinerario. Desde luego, en dicha suposición subyace un progresismo tan infantil como irreflexivo. Resulta cuando menos peligroso (y, según Hannah Arendt, contrario a la dignidad humana) gobernar para paraísos futuros, olvidando a los hombres que habitan el presente. Esta es quizás la principal dificultad conceptual que enfrenta el “programa” (por más que la ignoren en Palacio).

En este contexto, no es de extrañar el desprecio que el Ejecutivo tiene por la política. La naturaleza de esta última consiste precisamente en intentar mediar entre nuestros deseos y la realidad. Si se quiere, la política es el arte de especificar las intenciones, pues éstas no bastan para gobernar.No tiene nada de casual, entonces, que los ministros políticos se hayan convertido en personajes irrelevantes, que buscan afanosamente acomodar el discurso a la contingencia. Así, Burgos deambula sin dar ningún indicio de comprender la posición que ocupa; Eyzaguirre cumple una función tan reservada que ni él parece conocer; y la ministra Delpiano logra la extraña proeza de decir todos los días algo distinto. En suma, todos bailan al ritmo de una intención que nunca ha sido deliberada en sede propiamente política. La gratuidad se ha convertido en un dogma; e incluso la derecha se apresta a avalarla, en lo que constituirá su error político más grosero de los últimos años (tarea nada de fácil).

“No me conocen” es, en el fondo, una frase que revela la desorientación que cunde en el Ejecutivo: ante los límites institucionales, se afirma la mera voluntad; ante las objeciones razonables, se formula una amenaza velada. Y es también, por paradójico que resulte, una forma oblicua de privatizar la política: las cuestiones de carácter personal pasan a ser prioritarias frente a la deliberación y las reglas de la república. Llegados a este punto, uno tiene el derecho de preguntarse en qué lugar del cajón quedó perdida la democracia.

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