Columna publicada en La Tercera, 07.01.2014

¿Cómo pensar las desigualdades en el contexto de democracia y libre mercado? Tal es, en términos generales, la pregunta que intenta responder Thomas Piketty en El capital en el siglo XXI. Sus conclusiones son conocidas y, para muchos, poco alentadoras. Según su análisis, el rendimiento del capital es tendencialmente mayor al crecimiento económico y, por tanto, la pendiente natural del sistema es el incremento de la desigualdad. Esto puede conducirnos a un cuadro de alta inestabilidad política y, para enfrentar este problema, el economista francés propone, entre otras medidas, la instauración de un impuesto global al capital.

Con todo, no es necesario compartir las conclusiones ni las medidas propuestas por Piketty para admitir la pertinencia de su pregunta. De hecho, la interrogante por el nivel aceptable de desigualdades ha ocupado por siglos a los filósofos políticos, desde Aristóteles hasta Rousseau. Uno de los principales méritos de la reflexión de Piketty reside allí, en su capacidad para poner en diálogo la economía con otras disciplinas colindantes, como la historia o la sociología. En efecto, Piketty nos recuerda que el método de la economía está lejos de ser infalible, y que la realidad es demasiado compleja para intentar explicarla desde una perspectiva unilateral. Si encontramos dificultades incluso para aceptar que una pregunta de ese tipo tiene algún sentido, es precisamente porque nuestra comprensión de los fenómenos económicos tiende a ser un poco reduccionista.

En el fondo, Piketty reconoce la primacía de la política; esto es, que todo sistema económico se inserta en un orden social mucho más amplio, donde concurren múltiples variables. Por lo mismo, es indispensable integrar, al menos en algún nivel, las reivindicaciones propias de la democracia (como la demanda por mayor igualdad), porque el mercado no constituye una realidad autónoma ni autoexplicativa. Por eso, haríamos bien en tomarnos en serio el esfuerzo del economista francés, lo que exige evitar polémicas tan inútiles como estériles: aunque Piketty parece estar más cerca de la izquierda, su trabajo no puede leerse desde coordenadas partidistas. Por de pronto, su discurso no siempre es funcional al programa oficialista: Piketty, por ejemplo, es muy crítico respecto de la gratuidad universal en la educación superior (afirma que el dinero público se gasta en los más favorecidos), y no cree ni de cerca que lo público pueda reducirse a lo estatal (aboga por un sólido entramado de sociedades intermedias).

El libro de Piketty, en suma, no es un manual infalible para combatir la desigualdad, ni una crítica despiadada al mercado. Es simplemente un esfuerzo muy erudito (y por momentos muy aburrido) orientado a comprender si nuestro sistema económico fomenta o no las desigualdades, y qué corresponde hacer en democracia frente a ello. Es una pregunta política por excelencia, y por eso la respuesta no puede darse en sede estrictamente económica: Piketty obliga a los economistas a argumentar políticamente. De ellos depende participar seriamente en este debate.