Columna publicada en El Líbero, 03.11.2015

Una de las críticas más reiteradas al bullado proceso constituyente es el riesgo de adoctrinamiento envuelto en sus primeras etapas, en particular durante el período de “educación cívica”. Por una parte, hay preguntas elementales que siguen sin ser contestadas (¿quiénes serán los monitores?, ¿qué van a enseñar?, ¿cuál será la modalidad precisa de esta fase?). Por otro lado, si aquí se busca despertar el “apetito constitucional”, debemos interrogarnos cuál es el sentido real de todo esto. ¿Acaso estará dada ex ante la respuesta que supuestamente debiera surgir “de abajo para arriba”, después de escuchar “la voz de la ciudadanía”?

Quizás es Jorge Correa Sutil quien ha denunciado en forma más elocuente el problema: “no hay educación cívica neutra posible”, porque ella “por definición supone una cierta visión“. En efecto, y como es sabido, el aprendizaje de determinados contenidos ─lo que habitualmente llamamos enseñanza─ representa sólo una dimensión de la tarea educacional (ver, por ejemplo, elartículo 26.2 de la Declaración Universal de Derechos Humanos). Por decirlo en simple, la educación no se agota en sumar y restar —por relevante que esto sea—, y por ello resulta tan importante tomar conciencia de la visión de mundo que, expresa o tácitamente, subyace a todo proceso educativo.

La educación cívica no es la excepción y, por lo mismo, habría sido muy distinto si para hacerse cargo de la primera etapa del proceso constituyente el gobierno hubiese propuesto, por ejemplo, una licitación abierta a las diversas facultades de Derecho y Ciencias Sociales de las distintas universidades del país. No es necesario ahondar en las diferencias existentes incluso al interior de facultades y escuelas de una misma universidad; para qué decir entre las variadas casas de estudio que imparten estudios superiores. Tal vez ello no habría impedido las críticas de aquellos sectores (minoritarios) que se oponen a todo cambio constitucional; pero, siguiendo un camino como el esbozado, los cuestionamientos a la falta de pluralismo y los riesgos de adoctrinamiento hubiesen disminuido considerablemente, porque de hecho serían bastante menores.

¿Por qué el gobierno probablemente ni siquiera se planteó una alternativa como la descrita? A la luz de sus idas y vueltas en materia de gratuidad y reforma a la educación superior, una primera respuesta bien podría ser su falta de aprecio respecto del pluralismo estructural y la diversidad de proyectos educativos en esta esfera. Con todo, también puede sostenerse que enfrentamos una dificultad mayor, que alcanza los distintos niveles educativos y ─en mayor o menor medida─ a todos los sectores (es lo que explicamos junto a Pablo Varas en un reciente trabajo editado por el IES).

Piénsese, por ejemplo, en el banco de planes y programas complementarios a las bases curriculares del Mineduc que, en el ámbito escolar, ordena crear la Ley General de Educación (Art. 33). Se trata de una medida que va exactamente en la misma línea antes señalada y que, entre otros beneficios, permitiría a aquellas instituciones y establecimientos que han desarrollado planes y programas distintos al del Ministerio ponerlos a disposición del público. Pues bien, habiendo transcurrido más de seis años desde la publicación de esta ley, este banco sencillamente no ha sido implementado, a vista y paciencia de moros y cristianos.

Lo anterior es sólo una muestra de las deudas pendientes en esta materia. Y aunque resulte paradójico, ayudarnos a tomar conciencia de ellas puede ser el mayor aporte de la educación cívica propuesta por el gobierno. Mal que nos pese, sus deficiencias ponen de manifiesto que, de cara al debate constitucional que se avecina ─y aun sin él─, es imprescindible repensar la protección y alcance de la diversidad de proyectos educativos, en sus diversas especies.

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