Columna publicada el martes 7 de noviembre de 2023 por Ciper.

Sobre Mínimas, de Francisco Díaz Klaassen.

Una clásica definición del aforismo señala que es un texto de brevísima extensión dotado de una máxima expresión. Es un género cuyos orígenes pueden encontrarse en la Antigüedad, que no conoce fronteras entre Oriente y Occidente, y que sirve por igual tanto a la casta de los mandarines como a todos aquellos que quieran revestirse momentáneamente con una pátina de cultura soltando al pasar frases de Lichtenberg, Pascal, Nietzsche o Borges (no importa si las de este último son falsas; las fantasías son parte de la práctica aforística). Es, por tanto, un género que goza de una vitalidad particular: aunque no abundan los libros de esta naturaleza en las librerías, sí parece ser un modo de escritura que calza con una época donde la premura es ley y la brevedad se agradece.

La editorial Alfaguara acaba de publicar Mínimas, de Francisco Díaz Klaassen (1984), autor chileno de varias novelas y profesor de literatura inglesa de la Universidad Católica. Compuesto por aforismos y breves ensayos —muchos de unas pocas líneas, aunque algunos sobrepasan las dos o tres páginas—, en este volumen abunda la reflexión sobre los escritores, el proceso creativo, el campo literario y el arte en general. El autor construye, en algo más de doscientas páginas, un universo repleto de referencias eruditas, en el que da cuenta de sus filiaciones estéticas y de su aguda (y a ratos rabiosa) observación del campo literario. Y aunque sus fragmentos tengan total autonomía entre sí, el conjunto termina hilvanando una constelación novedosa, que se atreve a vincularse a la literatura europea y estadounidense (más que a la chilena y la latinoamericana, que igual están presentes), y que da cuenta de una mirada sagaz acerca del mundo que lo rodea. La independencia de estos pequeños ensayos, a su vez, permite obviar que algunos de ellos destiñen, sea por desprolijidad en la escritura o por banales, en un conjunto que podría haberse depurado para mantenerlos siempre en muy buen nivel.

A pesar de ello, estos fragmentos de Díaz Klaassen tienen varios puntos altos. Uno de ellos tiene que ver con la originalidad de su punto de vista. No solo por la variedad y amplitud de referencias que maneja —va y vuelve de las célebres y conocidas Memorias de Casanova o las novelas de Stefan Zweig, a autores como al-Latif, Slawomir Mrozek o Margery Kempe, que suelen estar muy lejos del ensayismo local—, sino también por la versatilidad con que navega entre ellas. Así, pasa con gracia de la historia del sabio árabe al-Latif y sus primeros esfuerzos por practicar la patología a las propias anécdotas del autor como estudiante de posgrado en un pueblo estadounidense con inviernos inhóspitos. Entre ellas, muchas reflexiones breves y precisas alrededor de la literatura, el lenguaje, la incomunicación, los escritores, la verosimilitud o el papel de la ficción, buscando siempre chispazos que, en su concisión y brevedad, dan cuenta de un observador agudo: «Al escritor habría que llamarlo por lo que en realidad es: un parásito del tiempo ajeno»; «la escritura siempre entraña el potencial del fracaso. Y de eso se trata la soledad del escritor», o «el escritor que no quema puentes es porque no confía en su talento».

Aunque a ratos parezca caer en la pedantería o en una erudición que abruma más de lo que ilumina, en el libro de Díaz Klaassen abunda una disposición que se termina agradeciendo: hay, aquí, una aproximación gratuita a la literatura, una que celebra la posibilidad de imaginar y fabular a través de las palabras y encontrar allí un gozo que no se busca por aquello que trae aparejado, sino por sí mismo. A su vez, se aleja por completo de la autoficción o de las novelas sin ficción —las que, muy a contracorriente, son objeto de una aguda crítica—, reprochando la falta de vitalidad que hay en esos ejercicios que no saben mirar fuera de la realidad: «Qué muerta que está la vida, nos dice Wilde, cuando la registramos tan al detalle que la inmovilizamos. Y qué viva que está la literatura cuando no depende de algo más». Paradójicamente, una de sus referencias a lo largo de todo el volumen serán las memorias de Casanova —la célebre y polémica Historia de mi vida del libertino veneciano que vivió en el siglo XVIII—, volumen que celebra con entusiasmo y al cual vuelve una y otra vez. A su vez, ese ánimo jovial lo hace valorar cuando la literatura toma riesgos y se asoma a lo desconocido, no solo respecto a los creadores, sino también a la crítica. De ahí, por ejemplo, su distancia con las lecturas acartonadas que se realizan desde cierta academia: «Cuando el prisma para entender la literatura lo otorga la academia se termina poblando al mundo con una serie de lectores que siempre saben lo que están leyendo, y con una serie de escritores que siempre saben lo que están escribiendo». El riesgo, en ese sentido, es que la literatura termine girando en banda, que se digan solo palabras de buena crianza y que se vuelvan estériles, de paso, la escritura y la lectura misma.

Dentro de los muchos temas recurrentes en Mínimas, uno muy interesante —y actual— es la relación entre soledad y literatura: «La literatura, por muchos talleres que existan, y por muchos clubes de lectura que surjan, y por muchas cuentas de Instagram que se empeñen en demostrar lo contrario, es un asunto solitario; una empresa individual». No hay duda de que la escritura se practica, aunque quizás con alguna excepción, a solas; sin embargo, su contracara, la lectura, es un ejercicio que varía enormemente: puede ser solitaria, privada y en silencio, pero hay muchos modos de volverla una actividad social. Desde la simple conversación de lecturas compartidas hasta el ejercicio de la crítica, la lectura siempre tiene una cuota de comunicación con otro. Su versatilidad no cabe, por muy sugerente que esta sea, en una máxima. Y aunque Díaz Klaassen vuelva a afirmar que la literatura «no es más (ni es menos) que eso, un club de amigo para gente (muy) solitaria», parte importante del valor que le asignamos tiene que ver, precisamente, con su capacidad para hacernos salir de la pura individualidad para encontrar, alrededor de libros y lecturas compartidas, algo sobre lo cual volver junto con otros.

En la misma línea que los Diarios de Álvaro D. Campos (un gran libro publicado el año pasado por Laurel) y con ecos de las Prosas apátridas de Julio Ramón Ribeyro o los Escolios de Nicolás Gómez Dávila, en Mínimas se va construyendo por medio de pequeños textos una mirada que observa con escepticismo aquello que la rodea (incluso la literatura: «Si el mundo no lo cambian los libros, ¿cómo va a cambiarlo lo que se dice de ellos?». Valiéndose de dos atributos esenciales del género ensayístico —la subjetividad y la constante duda—, Díaz Klaassen publica un libro infinito, que exige una lectura detenida y cuyos fragmentos, aunque valen por sí mismos, componen un mosaico denso en referencias y significados profundos, donde todo gira alrededor de un universo literario que se ensalza y se critica, que se disfruta y desdeña, aunque la celebración y el gozo siempre terminan predominando.