Columna publicada el sábado 17 de julio de 2021 por La Tercera.

La inauguración de la convención constitucional fue pródiga en símbolos. Pero ninguno fue más desconcertante que el del novelista Jorge Baradit portando la pluma del presidente Salvador Allende, prestada por la familia de este último. “Entrega un mandato claro”, tuiteó el convencional, ahora famoso por defender la agresión callejera contra sus pares de derecha.

Baradit pertenece a una de las generaciones políticas más lamentables de la historia de Chile. Los hijos de la Concertación que nunca lograron rebelarse contra el padre y fijar una identidad. Personajes tipo “Mala onda” de Fuguet, que pasaron de predicar el hedonismo lascivo de los noventa, a convertirse ahora en sacerdotes de la cancelación. Perdidos, cómodos y fatuos, en suma, arrastrados por las modas epocales, sin un centro de sentido. Nihilistas secos como pan tostado, enmantequillados levemente con el progresismo del día.

¿Qué puede tener que ver Baradit, entonces, con Allende? Sorprende que algo. Allende, aunque sea de otro calado, cuando es desconectado de su fulgor final, aparece arrastrado constantemente por la vanidad (“¡carne de estatua!”), la superficialidad y la contradicción. Sus gustos privados son más los de un Tiberio que los de un Cincinato socialista. Y el devaneo incesante de su lealtad entre la revolución y la vía democrática, así como entre el partido y el pueblo, desesperan a cualquiera. No le agacha el moño a Fidel, pero le regala una pistola a su sobrino mirista. Rechaza la vía armada, pero usa su valija diplomática para mover armas, y se hace fotografiar, en delirio fálico, metralleta en mano.

Si hay un “mandato claro” ahí, proviene de la clave de lectura que el médico viñamarino entregó en su último mensaje, cuando llamó al pueblo a no salir a combatir a las calles y condenó la violencia como método de acción política. Allende, así, dejó este mundo elevándose sobre sí mismo, pensando no en la gloria partidaria o propia, sino en la vida de los hombres y mujeres humildes que parte de su coalición de gobierno hubieran querido usar como carne de cañón contra los militares. Murió, entonces, como Presidente de la República -de todos los chilenos- y no como comandante o compañero.

Una de las razones principales del naufragio de la Unidad Popular es haberle cedido demasiado a la ultraizquierda, que los traicionó siempre. Otra es haber buscado imponer cambios radicales con poco apoyo popular y alienando al resto de los actores políticos (el PC en guerra a muerte con la DC, y la derecha -que apoyó nacionalizar el cobre- aterrorizada por la ultra). Y una tercera razón es la irresponsabilidad en materia económica: imprimir billetes no es crecer ni redistribuir.

Construir a ritmo calmo, con miras al bienestar del pueblo -y no a delirios mesiánicos-, en base a mayorías democráticas y acuerdos amplios, aislando a fanáticos y violentistas, y cuidando las bases del crecimiento económico, todo en un marco republicano de límites y contrapesos, ¿cuál, sino esa, sería la lección?

Baradit y sus compañeros de generación de la convención probablemente no tengan otra oportunidad relevante para intentar ir más allá de sí mismos. Aquí se juega su modesto legado vital. Ojalá lo consideren.