Columna publicada en Pulso, 15.09.2015

Es innegable que los chilenos hemos convertido el 11 de septiembre en nuestra fecha mítica. Sin embargo, no es un mito cualquiera: es un relato que divide y polariza cada año a la ciudadanía. ¿Vale la pena abandonar lo que tiene de divisorio y buscar una confluencia mayor en torno a él? Responder de forma afirmativa no implica necesariamente dejar de ponderar la importancia histórica y política de aquel día, sino plantearse una meta más precaria, pero sin duda mucho más difícil: significaría dejar de monologar en torno a discursos simplificados hasta el extremo, y obligaría a sopesar los distintos relatos que hay sobre el pasado.

Mientras algunos la vean como una fecha de celebración por extirpar el marxismo y otros como el inicio de la diáspora y del exterminio, ambas lecturas seguirán excluyéndose una a la otra. Un día que concentra tanta “densidad del acontecer”, en palabras de Fermandois, merece plantear una historia donde todos los chilenos, al menos en cierta medida, podamos identificarnos.

En un libro publicado en nuestro país a fines de 2013, “Una nación de enemigos. Chile bajo Pinochet (pero cuya edición original en inglés era de principios de los ‘90), Pamela Constable y Arturo Valenzuela exploran hechos y opiniones que caracterizaron a distintos grupos enemistados en los años setenta y ochenta, sean políticos, militares o simples civiles que buscaban llevar adelante sus vidas en un escenario enrevesado. En nuestro actual contexto de crispación política, este volumen se hace necesario. No solo porque describe de manera justa y lúcida los hechos que llevaron a la máxima división al momento del golpe, sino porque también -y aquí radica su mayor virtud- recoge opiniones y testimonios que, durante los años de dictadura, le toman el pulso a la agitada convivencia que los chilenos tuvieron bajo el régimen militar. Tiene el mérito agregado, además, de ser un libro cercano a los hechos: publicado en 1991, ocupa un lugar privilegiado el renacimiento del debate político, considerado por muchos (y durante bastantes años) como la causa de la división.

A 42 años del golpe hay preguntas que se vuelven relevantes, especialmente cuando tenemos voces que insisten en comparar la actual crisis política con los años de la UP. ¿Cuáles fueron los alcances de esa animosidad? Los años de ebullición política del Gobierno de Allende socavaron las bases democráticas de la institucionalidad chilena y horadaron la moderación en ambos bandos en pugna. Así, con el ascenso de una retórica del enfrentamiento y de la violencia, los chilenos se dividían más y más entre “upelientos” y “momios”, caricaturas que facilitaban el alejamiento de sus propios conciudadanos. En una época de utopías y revoluciones, la desaparición de un centro político pragmático y negociador le costó a Chile uno de los peores enfrentamientos de su historia. El golpe se leyó -probablemente no había otra manera en un contexto de Guerra Fría- como el enfrentamiento total.

Aunque el mismo Pinochet enfatizara, con una picardía aciaga, que no habría “vencedores ni vencidos”, los hechos fueron en otra dirección: las violaciones de los derechos humanos hicieron que en 1990 el régimen entregara un país más polarizado, con menos espacios de encuentro entre quienes pensaban diferente. Como dicen Constable y Valenzuela, “la sociedad quedó dividida entre ganadores y perdedores, y durante años no hubo, literalmente, ninguna comunicación entre ambos” (149).

Nuestra transición democrática tuvo, por tanto, una tarea difícil por delante: debió recorrer un escenario político de extrema tensión e incertidumbre. Sin embargo, a pesar de todas las dificultades, legó una herencia notable: revitalizó el debate político y posibilitó el planteamiento de objetivos comunes y consensos para avanzar. Se pudo lograr, con el paso de los años, aquello que planteó Patricio Aylwin en el Estadio Nacional al asumir su mandato: “Restablecer un clima de respeto y de confianza en la convivencia entre los chilenos, cualesquiera que sean sus creencias, ideas, actividades o condición social, sean civiles o militares, sí señores, sí compatriotas, civiles o militares: ¡Chile es uno solo!”.

En suma, leer nuestro 11 de septiembre como un día distinto impele a escribir una historia para todos. Nos obliga a salir del discurso de las víctimas y victimarios, sea del lado que sea, y plantear un relato mítico que abandone la polarización e invite a un mayor ahondamiento en la gravedad de la violencia política. Es fácil identificarse con los mitos, pero no podemos limitarnos a ellos: esto significaría simplificar la historia para no encontrar lo que ella tiene, en palabras de Auerbach, de contradictorio o ambiguo. Solo vigilando aquello que causó la división se puede hacer del 11 una fecha más significativa e interpretar nuestro pasado como el desarrollo de pulsiones e ideas más profundas. Implica también renunciar al golpe de Estado como un hito fundacional monocromático, como lugar sagrado que solo se puede reverenciar o condenar, mas nunca ponderar en lo que tiene de complejo. Renunciar a esa visión partisana del 11 nos permitirá reconciliarnos con nuestro pasado y ver la cara ejemplar de nuestra historia, reconociendo los errores cometidos y poniéndoles barreras a animosidades que a veces nos parecen inocuas. Nos hará capaces, por último, de atender nuestras formas de debate, de cuidar nuestras instituciones para resolver los conflictos y de comprometernos con ese ¡Nunca más! que caló tan hondo hace no tantos años.

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