Columna publicada en El Líbero, 08.09.2015

El confuso episodio de la eliminación del contenido en el computador de La Moneda ha demostrado que el “Caso Dávalos” es algo peor que un verdugo para Michelle Bachelet. Tal como lo fue el desastre económico para el Mandatario norteamericano Jimmy Carter en los 70 o el atentado terrorista en la estación madrileña de Atocha para el presidente español José María Aznar en 2004, el asunto amenaza con transformarse en el único y fatídico legado de la actual Presidenta, suprimiendo cualquier logro o conquista anterior. Incesantemente, siguen apareciendo nuevos antecedentes en el caso, demostrando que más que un hecho aislado, es una auténtica cadena de incoherencias y faltas graves a la probidad, frente a una verdad que la opinión pública exige de forma cada vez más explícita, sin encontrar respuesta.

El reciente 72% de rechazo arrojado por la última Adimark proyecta que la ciudadanía ya ha dictado su veredicto: a Bachelet se le castiga porque no se le cree, y no se le cree porque no ha respondido al papel por el que se le confió el gobierno. Ante escándalos como el de Caval o SQM, la actual administración ha preferido una y otra vez proteger su “círculo de hierro”, en vez de mostrar un genuino interés por hacer justicia y terminar con los abusos de poder.

Todo esto puede ser leído como la trágica consecuencia de una promesa incumplida. En “The Power and the Story”, Evan Cornog se refiere a la necesidad de contar una buena historia para conseguir un triunfo electoral. La importancia de generar este tipo de comunicación tiene que ver con nuestra forma de entender el mundo: desde niños, nos hemos acostumbrado a entender los fenómenos sociales a partir de experiencias, cuentos y fábulas. Por ello, el relato elegido tiene que ser persuasivo, convincente y conectar con la ciudadanía; pero más importante que eso, debe calzar plenamente con lo que el candidato es y puede ser. La historia contada se implanta a la persona como un disfraz al personaje, dirá Cornog, y si el traje es de una talla distinta a quien lo ocupa, la opinión pública resentirá el golpe: mientras más diferencia haya entre relato y realidad, más grande será la decepción. La historia es, a fin de cuentas, un fundamento moral que logra establecer un vínculo único y particular con el electorado, del que ya no se puede huir. Tratar de hacerlo equivaldría a traicionar a la ciudadanía.

Al final del día, los casos mencionados dejan entrever que el traje elegido por Bachelet no era de su talla. De nada le ha servido tratar de mantenerse al margen, o buscar responsabilidades en terceros. Las malas decisiones tomadas, como no hablar apenas se supo de los casos, no remover de forma temprana a Dávalos y a Peñailillo de sus cargos, o no censurar los abusos de forma creíble y fehaciente, son todas de su exclusiva responsabilidad, y han terminado por constatar que Michelle Bachelet no era la heroína y defensora del pueblo que muchos pensaron que era.

El negro escenario que vive Bachelet en la actualidad permite entender cómo funcionan los relatos: es ingenuo pensar que la Presidenta ganó por las políticas públicas que intentó y sigue intentando impulsar. Tal como explica George Lakoff, los gobernantes triunfan por interpretar un anhelo, y no por una batería de reformas propuestas en campaña (en el caso que comentamos, el rechazo a éstas, a la par del rechazo a la figura de Bachelet, demuestran aquello). El problema, finalmente, es que ese anhelo encarnado alguna vez por Michelle Bachelet se ha convertido hoy en mera ficción. La que alguna vez fue catalogada de incombustible, y de “fenómeno político”, hoy sufre, presa por su propia inconsistencia. O lo que es lo mismo: la ficción ha superado a la realidad.

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