Columna publicada en T13.cl, 29.09.2016

El debate sobre la descentralización de nuestro país es probablemente uno de los más importantes y decisivos que enfrentaremos durante los próximos años. Y lo es porque se trata de la organización del poder en el territorio en función de ciertos objetivos comunes. Es decir, es nada menos que un debate sobre la constitución del Estado cuyos efectos prácticos son muchísimo más relevantes e irreversibles que la inclusión de tal o cual derecho social en la Constitución Política.

El historiador Joaquín Fermandois ha tenido el acierto de advertir sobre este asunto y resaltar que la tradición política e institucional del país es unitaria, por lo que hacerle injertos federalistas de manera irreflexiva podría terminar generando ingobernabilidad e ineficacia administrativa. Eso, y también corrupción: los poderes locales mal diseñados pueden ser muchísimo más parciales y arbitrarios en su operación que los gobiernos nacionales, que están sometidos a un mayor escrutinio público y operan a partir de una lógica más anónima.

Por otro lado, todos sabemos que el peso de Santiago sobre las regiones es asfixiante y paralizante, y que sería un gran bien para el país el potenciar desarrollos locales que nos permitieran hacer un mejor uso del territorio y realizar de mejor manera su enorme potencial. Pero también es evidente que la infinita subdivisión de los poderes locales, además de facilitar el mal gobierno, terminaría haciendo a Santiago un poder todavía más irresistible y poderoso: dividir es la mejor forma de dominar.

Considerando todo esto, deberíamos tomarnos muchísimo más en serio el debate sobre la descentralización. La devolución de poderes no es un juego, y mucho menos lo es la organización administrativa de una República. Después de todo, fue justamente nuestra forma política la que nos alejó del desorden que cundió, y no ha dejado de cundir, en la mayoría de los países latinoamericanos que optaron por organizaciones más descentralizadas.

El problema es que en este tema, como en tantos otros, la Nueva Mayoría parece convencida de que las políticas mal diseñadas y peor implementadas tienen el valor de fijar la mirada pública sobre el asunto que (mal) tratan. Así, actúan como si la intención detrás de sus reformas justificara toda desprolijidad e improvisación en ellas. Esta lógica testimonial mezcada con progresismo también ha dado consuelo a la Presidenta en medio de su fracaso: ella imagina que, ya que su gobierno apuntó en “la dirección correcta”, la historia la absolverá. Así, además de crear nuevas regiones sin mucha justificación, este gobierno nos ofrece la elección local de intendentes (mezclada con la total devaluación política del cargo, que se vuelve casi simbólico) como una especie de gran medida “en la dirección correcta”.

Lo que la Presidenta y su gobierno parecen no tomar en cuenta es que la misma historia que los progresistas piensan que tiene un guión que los favorece, muestra que las cosas pueden salir mal, y que las buenas intenciones, lejos de impedir que ello ocurra, las más de las veces lo facilitan. Y es que, como decía Mark Twain, no es la ignorancia lo que nos mete en problemas, sino la convicción equivocada de saber algo.

Y lo cierto es que sobre descentralización todo el mundo cree saber mucho, pero al poco andar el asunto se ve atrapado en grandes ciénagas de ignorancia, falta de visión política y desorden argumentativo. Y es que no basta querer el bien del terruño y resentir los excesos de la capital para revertir nuestra situación.

¿Por dónde empezar? Hace más de 200 años un país formado por 13 colonias confederadas tuvo que reformar su Constitución para evitar el desorden generado por la debilidad del gobierno nacional respecto a los poderes locales. Este debate hizo nacer una de las obras políticas más importantes de la historia moderna: “El Federalista”. Este libro, formado por artículos cuyos autores son Alexander Hamilton, James Madison y John Jay, nos entrega las claves necesarias para pensar los grandes asuntos constitucionales que estaremos obligados a discutir durante muchos años más. Y digo las claves, porque más allá de que uno esté de acuerdo o no con las soluciones a las que los autores llegan, su principal aporte es enseñarnos a pensar la organización del poder y tomarnos en serio sus consecuencias.

Nunca está de más una buena lectura para entender un asunto importante, reflexionar al respecto con calma y tratar de formarse una opinión razonable. Qué distinta sería nuestra discusión pública -y nuestra realidad política- si siguiéramos esta receta.

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