Columna publicada el domingo 26 de marzo por La Tercera.

Los peligrosos populismos latinoamericanos son la contracara de las peligrosas dinámicas internas de las élites de nuestro continente. El líder populista emerge cuando se produce un divorcio entre sociedad y clase política impulsado por la incapacidad de la segunda para atender a las expectativas de la primera. Y ese divorcio normalmente es impulsado por brutales disputas de poder intraelitistas, que enajenan a los grupos dirigentes respecto a los procesos sociales.

El diagnóstico más común respecto al origen de la crisis de legitimidad de la clase política chilena  señala que su incapacidad para responder a las necesidades de las clases medias emergentes provendría de la llamada “política de los consensos”. Es decir, de los 20 años de acuerdos forzados entre las fuerzas políticas generados por la combinación del sistema electoral binominal, los quórum especiales para modificar leyes y el control constitucional del Tribunal Constitucional.

Este diagnóstico es parcialmente correcto: la Constitución de la transición contenía mecanismos de estabilización del orden en extremo robustos, lo que generaba rigidez institucional. En ese marco, la derecha se acostumbró, en el Congreso, a jugar al bloqueo y la Concertación a culpar de todo al empedrado. Se fue engendrando una cultura política irresponsable, donde la culpa siempre era de alguien más, y donde la calidad de los cuadros políticos resultaba cada vez menos relevante. De ahí a la farándula y la corrupción había un paso.

Sin embargo, esos años de rigidez institucional son los de mayor progreso y desarrollo en la historia de Chile. Entre 1990 y 2010 nuestro país superó la pobreza (que pasó de un 70% a fines de los 80 a menos de un 15% hacia fines de los 2000) y se consolidó como la nación con el mayor PIB per capita de América Latina y con los mejores indicadores de desarrollo humano de la región. Este hecho, que se refleja en todas y cada una de las métricas existentes (recomiendo el reportaje de LT aparecido ayer, titulado “Retrato del chile de los últimos 30 años en datos”), suele ser pasado por encima por los críticos radicales de la transición.

¿Cómo se explica esta disonancia? ¿Por qué, parafraseando a Dickens, la transición chilena fue la mejor y la peor de las épocas en nuestra historia política? Es necesario responder esta pregunta para destrabar la crisis actual.

En mi opinión, el consenso forzado de la Constitución de la transición operó sobre la base de un acuerdo genuino de fondo: el de superar la pobreza. Desde Pinochet hasta Lagos, había pleno acuerdo en ello. Cieplan, Odeplan y Mideplan compartían esa meta. Y la receta de desarrollo capitalista con redistribución focalizada, favorecida por el diseño institucional rigidizado, logró ese cometido. Fue la camisa de fuerza de la transición la que desincentivó el faccionalismo elitista y sostuvo los fundamentos del progreso económico y social en su lugar.

Hoy varios intelectuales de izquierda, para “revitalizar la política” (que entienden como conflicto), pregonan que es necesario un nuevo régimen institucional que permita a cada gobierno implementar su programa a su gusto, sin necesidad de buscar acuerdos con la oposición. Esto me parece un error, ya que resulta una gran receta para hacer recrudecer el conflicto intraelitista, con cada facción intentando llegar al poder para patear la escalera. Un sistema político que no obligue a consensos básicos probablemente sólo descarrile, al poco andar, el orden democrático.

En vez de declarar que todo es cancha, abriendo otro ciclo de experimentos radicales fracasados como el vivido entre 1958 y 1982, creo que el nuevo régimen político debería basarse en el consenso general de consolidar nuestras clases medias en los próximos 20 años, en base a una combinación inteligente de crecimiento y redistribución efectiva, y generar un sistema institucional que castigue el faccionalismo elitista tanto como el anterior. En el fondo, necesitamos otra etapa de “política de los acuerdos” que discipline a las élites, pero con nuevos objetivos, y que ojalá cuente con mecanismos que eviten volver casi completamente irrelevante la labor legislativa.