Columna publicada el 24.01.10 en The Clinic.

La ofensiva desplegada por el gobierno con el anuncio del proyecto “Admisión Justa” parece haberse visto legitimada con los resultados de la encuesta Cadem: además de que un 63% de las personas entrevistadas afirmó estar de acuerdo con la selección por mérito, un 79% señaló que la educación escolar es más justa cuando es ese el criterio definitorio. Así, con espíritu triunfal, el gobierno pudo confirmar con cifras –como gusta hacer– el éxito de su jugada.

La oposición, por su parte, ha quedado en una situación difícil, pues aunque quiso contratacar con la sin duda provocadora “Ley Machuca”, persiste en su incapacidad para leer –y quizás, sobre todo, aceptar– lo que la ciudadanía piensa y valora. Ha preferido concentrarse en denunciar el clasismo y la defensa del privilegio escondidos en las medidas del Ejecutivo, antes que preguntarse si acaso en el mérito la gente ha encontrado un relato que le hace sentido. Es más sencillo asumir que las personas simplemente han cedido, engañadas y manipuladas como siempre, a la ficción de que el esfuerzo tendrá sus recompensas. Lema que, en la práctica, sólo se cumple en el caso de los ricos. Es así que la oposición permanece ciega al hecho de que, quizás, en medio de un mundo de incertidumbre, las personas prefieren someterse a un criterio que, aunque insuficiente, les permite experimentar que algo en el destino de sus hijos queda en sus manos. Mucho más, al menos, que en el caso de una tómbola, la cual, por menos arbitraria y más justa que pueda ser, no las termina de convencer.

Ahora bien, no debemos engañarnos a la hora de evaluar la estrategia del gobierno. Que hayan descubierto la eficacia del discurso meritocrático no significa que lo entiendan mejor que la izquierda. De hecho, la derecha también tiene su propio punto ciego (voluntario o involuntario): no le gusta hacerse cargo de los límites y tensiones del discurso que enarbola. Una de esas tensiones es la contradicción con las propias promesas de campaña, consistente en construir un país solidario que ponga en primer lugar a los más vulnerables y, especialmente, a los niños. ¿En qué medida una “admisión justa” concentrada en aquellos con mejor desempeño y mayores habilidades confirma la prioridad del Ejecutivo por los invisibles de la sociedad? ¿No debiéramos enfocarnos en todos esos colegios que no son de alto rendimiento, pero a los cuales llegarán la mayoría de los niños en edad escolar? ¿No exige esa premisa formular un proyecto de educación pública que se haga cargo de los contextos y condicionantes sociales que, bien sabemos, explican que el “querer es poder” esté reservado para unos pocos?

No es sólo en educación que a la derecha le gusta dejar en un papel secundario al contexto. Ocurre algo parecido en el caso de la delincuencia y la inmigración, donde el gobierno suele desconocer que muchas veces son las circunstancias en que azarosamente te toca nacer las que marcan tu trayectoria. Si al Ejecutivo no le interesa únicamente comprobar la eficacia mediática de sus políticas (y enrostrárselas a la oposición), sino de verdad avanzar hacia una sociedad más justa, tendrá que demostrar que no tiene problemas en reconocer que habitamos un país tremendamente desigual. Asumir ese dato no es ceder a las banderas del adversario, como a muchos les gusta advertir, sino considerar una dimensión fundamental para que su mismo discurso pueda ser constatado por la ciudadanía que hoy lo apoya. Bien sabemos que en política nadie puede desentenderse de las expectativas que genera, y si hay algo cuestionado en Chile hoy es el privilegio enmascarado como fruto del esfuerzo personal; la intuición, tan generalizada, de que no es el mérito necesariamente el que modifica tu destino.