Columna publicada en La Tercera, 17.12.2014

“Cuando grande me gustaría ser profesional y llevar a mi familia a vivir en un lugar donde haya menos balazos que acá”. Esas fueron, más o menos, las palabras que escuché cuando por un instante prendí la televisión hace unos días. Habían sido pronunciadas por una niña que mostraba los muros de su casa atravesados por balas de todos los calibres. Para mi sorpresa, este reportaje no provenía de la franja de Gaza o de una favela brasileña, sino de un sector de Santiago de Chile sometido a la disputa entre narcotraficantes. Su madre, en tanto, explicaba que la policía no se aventuraba por esas calles cuando la cosa se ponía “brígida”, y luego mostraba que la única parte segura cuando corrían los tiros era un sector de la cocina cuyo muro era de concreto. La nota remataba con la niña acurrucada en esa esquina diciendo, con las ráfagas de fondo, que para ser profesional había que estudiar, pero que a ella le costaba mucho concentrarse.

Nadie que tenga corazón puede no sentir impotencia y rabia frente a algo así. Nadie puede escuchar que una niña sueña con vivir en un lugar donde haya “menos balazos” y luego caminar por Isidora Goyenechea o frente a La Moneda sin sentir que todo lo que se levanta ahí está sostenido en una terrible farsa. Nadie, en fin, puede evitar, frente a algo así, escuchar el eco del llamado a la revolución hecho por Chesterton en nombre de una niña igual a la del reportaje: “todos los reinos de la tierra deben ser mutilados y destrozados para servirle a ella. Ella es la imagen humana y sagrada; a su alrededor la trama social debe oscilar, romperse y caer; los pilares de la sociedad vacilarán y los tejados más antiguos caerán, pero no habrá de dañarse un pelo de su cabeza”.

Sin embargo, hay que tener cuidado con la indignación estéril y pagada de sí misma. Ella alimenta Twitter y fomenta la sensación de superioridad moral de muchos de los que se piensan “socialmente conscientes”. Pero una vez que termina el show, se apaga la televisión y se envía el tuit, es poco lo que queda, más allá de la sed del espectador por nuevas indignaciones y esa autocomplacencia del exhibicionista moral que cree que sus sentimientos lo hacen mejor persona.

Lo que hace falta, justamente por lo tremendo de la situación, no es rasgar vestiduras virtuales, sino cuestionarnos nuestras prioridades políticas. Partir por reconocer la inexistencia de Estado de Derecho -pilar fundamental de la República- en parte de nuestro territorio; considerar que este hecho no debería ser molido y vendido en la televisión como cocaína moral para los acomodados, sino objeto de un periodismo profundo, que invite a la reflexión política respecto a la dimensión y significado de este fenómeno; y, finalmente, construir una crítica a la frivolidad del tono y contenido de nuestro debate político actual y de la agenda nacional.

Porque si en verdad creemos que hoy la mayoría de los temas sobre la mesa son más importantes que un solo pelo de la niña del reportaje, significa que nos hemos situado más allá del punto en que una sociedad merece prevalecer.