Columna publicada en Chile B, 24.10.2014

Ha sido una dura semana para la Iglesia Católica, en Chile y en el mundo. Los fuertes debates en el Sínodo de la Familia, la condena de John O’Reilly y los desencuentros por la supuesta acusación de Mariano Puga, José Aldunate y Felipe Berríos hacen pensar en una crisis del catolicismo. Pero, siendo rigurosos, aquí nada nuevo hay bajo el sol: a lo largo de sus más de 2000 años los problemas “humanos” han sido una constante en la Iglesia, y muchos de éstos han sido peores que los de hoy. Lo más interesante, en todo caso, es que esta constante crisis de la Iglesia es un elemento del propio credo de los católicos: que “la barca de Pedro” parezca hundirse en medio de la tormenta es siempre un dato esperable desde la óptica de la fe cristiana.

En efecto, así como la Iglesia cree haber sido fundada por el mismo Dios, también afirma como supuesto de su existencia el estar compuesta por hombres, falibles y pecadores, necesitados precisamente del auxilio divino. Lamentablemente, los católicos —y qué decir de los medios de comunicación— solemos olvidar este punto, es decir, cómo la Iglesia se concibe a sí misma. En su Informe sobre la fe, de 1984, el entonces Cardenal Ratzinger se refería a este problema, diciendo: “Si la Iglesia se mira únicamente como una construcción humana, como obra nuestra, también los contenidos de la fe terminan por hacerse arbitrarios: la fe no tiene ya un instrumento auténtico, plenamente garantizado, por medio del cual expresarse”.

Se trata de un déficit que no es nuevo. En más de alguna ocasión se ha intentado transformar el Evangelio en un proyecto histórico, inmanente, secular, privado o muy desconectado de cualquier fin sobrenatural. Así sucedió, por ejemplo, con la teología marxista de la liberación en la década de los 70. Lo mismo cuando se pretende que la Iglesia se vuelva esa “ONG piadosa”, según ha denunciado el Papa Francisco. Esto en ningún caso implica negar la importancia o la necesidad de la misericordia o acogida: basta recordar cómo Jesús reaccionó ante la mujer adúltera del Evangelio. Pero esa misericordia, a la luz de la fe de los católicos, tiene un sentido: guiar a los fieles en su camino de la salvación, trazado ya por Dios, con medios y fines concretos, y revelados. Y esto implica, como dijo Francisco en su discurso de cierre del Sínodo, rechazar la tentación del “buenismo”. Aquí vale recordar nuevamente a Jesús y la mujer adúltera: al mismo tiempo de acogerla, Él le dijo “vete y no peques más”.

Esta caridad en la verdad, este amor al pecador y odio al pecado, invita a los católicos a adquirir una disposición fundamental respecto al depósito de la fe -a través de las Sagradas Escrituras, la Tradición y el Magisterio de la Iglesia-: que los cristianos se comporten “como custodios, no como dueños o propietarios de él” como recalcó Francisco en el ya mencionado discurso. En definitiva, como siempre y como nunca, la fórmula para remediar la crisis de la Iglesia es la que señalaba Benedicto XVI: “procurar que desaparezca, en la medida de lo posible, lo que es nuestro, para que aparezca mejor lo que es Suyo, lo que es de Cristo”.