Asistimos a un proceso de blanqueamiento de la cultura narco que se infiltra en la vida cotidiana. Basta tener presente a los matinales que normalizan el lenguaje delictual, las marcas que buscan capitalizar la estética de “lo callejero” y las redes sociales que amplifican lo transgresor.
.jpg&w=1200&q=75)
Hace unos días se confirmó la parrilla de artistas que participará en la edición 2026 del Festival de Viña del Mar. Entre los nombres nacionales destaca el exponente del trap y la música urbana Pablo Chill-e, a quien muchos quizás conocen no por sus canciones, sino por los titulares de prensa generados por sus diversos escándalos. En enero de 2024, el sociólogo Alberto Mayol escribió una polémica columna en la cual criticaba la presencia del cantante mexicano Peso Pluma -vinculado al narcotráfico local- en la edición de ese año, y que desató una reacción en cadena que terminó con su baja del festival. Guardando las proporciones del caso, la inclusión de Pablo Chill-e debiese provocar una reacción similar.
Su prontuario es conocido. Durante la pandemia fue sorprendido organizando múltiples fiestas ilegales que violaban las restricciones sanitarias. Más tarde enfrentó persecución policial y una formalización por utilizar un vehículo robado, quedando con arresto domiciliario total por receptación. En septiembre de 2022 fue detenido tras una denuncia por amenazas de muerte contra un vecino en Calera de Tango, al cual el músico habría mostrado una pistola. A esto se suma su rol como fundador de la coordinadora “Shishigang”, creada junto a Matías Toledo -hoy alcalde de Puente Alto- en 2019. Aunque la organización se presenta con un enfoque comunitario, sus fuentes de financiamiento han sido objeto de cuestionamientos, pues se sospechan irregularidades y vinculación con el narcotráfico. El propio exalcalde Germán Codina denunció haber recibido amenazas de muerte después de pedir transparencia sobre los recursos de la agrupación.
Sin embargo, el problema es más profundo: asistimos a un proceso de blanqueamiento de la cultura narco que se infiltra en la vida cotidiana. Basta tener presente a los matinales que normalizan el lenguaje delictual, las marcas que buscan capitalizar la estética de “lo callejero” y las redes sociales que amplifican lo transgresor. Varios de estos cantantes urbanos están vinculados con ese mundo; exhiben con orgullo fotos con billetes, joyas, drogas e, incluso, armas. Un ejemplo paradigmático del blanqueamiento fue el capítulo del canal de Youtube de Julio César Rodríguez en que invitó a Pablo Chill-e y fumaron un “pito” al aire (2020). El propio cantante ha declarado posteriormente que ha consumido “todo tipo de drogas” y que fuma marihuana diariamente “para calmar la ansiedad”, mientras miles de jóvenes lo siguen como modelo de “éxito”. Y la política, por cierto, no se queda atrás. Hace solo unos días Jeannette Jara tuvo que recular con el nombramiento del cantante “Balbi el Chamakito” tras descubrirse su historial delictual de violencia intrafamiliar.
En su columna de 2024, Alberto Mayol se preguntaba por qué nos cuesta tanto condenar el narcotráfico. Su respuesta es incómoda: “Porque es parte de nuestra alma creer en el éxito… porque nuestra cultura hedonista, facilista, consumista y de amor al riesgo encaja perfectamente con la práctica del narcotráfico”. Agregaba que los jóvenes se convierten en “presas fáciles, carne de cañón”, y que el crimen organizado utiliza la música como anestesia y lavado de dinero. En efecto, muchos de estos referentes son “pinkwasheados” al presentarlos como jóvenes humildes, esforzados y comprometidos con sus comunidades. El caso de Pablo Chill-e, y la narrativa heroica que se ha construido en torno a Shishigang, es el ejemplo más revelador de esta lógica.
Resulta entonces muy difícil de comprender e imposible de aceptar que la mayor plataforma cultural del país -el Festival de Viña del Mar- termine financiando a Pablo Chill-e. Más aún si se considera que, en 2025, Naya Fácil fue excluida de la Gala del Festival pese a haber sido “reina” del certamen el año anterior. Si la razón era evitar figuras vinculadas -directa o indirectamente- al mundo narco, la decisión de sumar a Chill-e como artista resulta abiertamente contradictoria.
Parte del diagnóstico que guía estas decisiones es la idea de que “la gente quiere música urbana”, entendida como espectáculo masivo, popular y cercano al público joven. Pero la experiencia reciente demuestra que el festival no está condenado a esa fórmula. En 2024, el show de Andrea Bocelli junto a la Orquesta Sinfónica Nacional de Chile -con más de cien músicos en escena- fue un fenómeno en audiencia y crítica, celebrado como uno de los mejores de la historia del certamen.
En cualquier caso, no se trata de excluir al género urbano, sino de elevar sus estándares. Si el objetivo es promover talento nacional, existen numerosos artistas capaces de representar al movimiento con profesionalismo y sin el lastre de la violencia o la intimidación. El caso de Kidd Voodoo, revelación de la pasada edición, es el mejor ejemplo de aquello. La pregunta, entonces, no es si la música urbana debe estar en Viña, sino qué tipo de cultura queremos validar como país. La respuesta no puede ser ni simbólica ni institucionalmente un blanqueamiento de la narcocultura.




.png&w=3840&q=75)
.png&w=3840&q=75)
.png&w=3840&q=75)
.png&w=3840&q=75)
.png&w=3840&q=75)
.png&w=3840&q=75)
.png&w=3840&q=75)

.jpg&w=3840&q=75)

.png&w=3840&q=75)
